PREGUNTAS SOBRE CUBA

(ERNESTO CARDENAL)

¿Quién puede negar que en Cuba hay un gran número de presos sufriendo las condiciones carcelarias más rigurosas que existen hoy en el mundo?


Para ellos no hay día ni noche, porque los tienen con los ojos vendados en completa tiniebla. También les han tapado los oídos, y los mantienen sumidos en perpetuo silencio. Y están privados de toda sensación táctil, porque tienen las manos forradas con una especie de guantes. Son centenares de presos cuyos nombres no han sido dados a conocer, y no se sabe de qué se les acusa, y no han sido juzgados, y mucho menos condenados, y no tienen defensor, y están cumpliendo una sentencia infinita, porque no se le ha puesto término.

Estos son presos en Cuba que no están presos por Fidel Castro, sino son los presos del presidente Bush, en Guantánamo. Están en jaulas individuales, y vestidos con traje rojo que todos hemos visto, pero de ellos no se sabe más. Como son presos de Bush, y no de Fidel Castro, la prensa norteamericana no dice nada de ellos. Y yo pregunto si la Unión Europea habrá protestado por estos presos en Cuba. ¿Ha exigido perentoriamente a Estados Unidos que los ponga en libertad, como ha exigido a Cuba la libertad inmediata de 75 presos?

Otra pregunta que hago es si en Cuba se protege el terrorismo, y la contesto diciendo que claro que sí. En Cuba es protegido el terrorismo por el presidente Bush, mediante una ley llamada de Ajuste Cubano: una ley que no es cubana sino norteamericana, y es aplicada solamente a Cuba, y no a ningún otro país en el mundo. Según la ley, a quien llegue a Estados Unidos habiendo secuestrado un avión o una embarcación en Cuba, se le concede ipso facto derecho a residencia, y se le da trabajo inmediatamente. A los cubanos no les dan visa para entrar a Estados Unidos normalmente, pero si lo hacen de manera ilegal se les da ese premio. ¿No es esto promover el terrorismo en Cuba? Aunque no es Fidel el que lo promueve sino Bush.

Y al que llega de cualquier otra parte del mundo a vivir a Estados Unidos se le llama inmigrante, pero a los que llegan de Cuba se les llama exiliados. No existen inmigrantes cubanos en Estados Unidos. Si son de cualquier otra parte del mundo son inmigrantes, pero todos los cubanos en Estados Unidos son exiliados.

Una práctica muy común del poder norteamericano es falsear el lenguaje. Es falsificar las palabras, cambiando unos nombres por otros. De hecho esto es mentir descaradamente. Así por ejemplo, en vez de la palabra conquistar usan la palabra liberar. Ahora acaban de sacar una palabrita nueva para aplicarla a Cuba, y es la de -disidentes-. De suyo el sentido de esta palabra es el de disentir, no estar de acuerdo, pensar de otro modo.

Pero esta palabra la aplican a los que conspiran, promueven la subversión, y pretenden el derrocamiento del régimen cubano. -Promover la transición- es otra manera que tienen de decirlo. Yo pregunto: ¿Quién protesta cuando en cualquier otro país (que no sea Cuba) se encarcelan a los que quieren derrocar al régimen?

Leí recientemente una crítica que se hizo a Cuba porque dos senadores chilenos quisieron llegar en visita oficial para reunirse allí con -disidentes-, y se les dijo que podían llegar como turistas, pero no en visita oficial con ese propósito. Y yo pregunto: ¿En Estados Unidos darían visa a alguien que la solicitara para reunirse con subversivos?

También he leído que a uno de estos 75 -disidentes- que están presos en Cuba el presidente Bush le escribió una carta felicitándolo por sus acciones heroicas. ¿No es esto una confirmación del delito de subversión imputado al reo cubano, cuando lo felicita el máximo enemigo de Cuba, ocupado como estaba en plena guerra de Irak? Otra cosa insólita en este caso fue que el presidente norteamericano le declarara al reo cubano que él y su esposa lo tenían presente en sus oraciones. -Laura y yo continuamos orando por usted-, le dijo.

Yo me pregunto cómo se vería si Fidel Castro, a uno que estuviera preso en otro país por conspirar, le escribiera diciéndole que estaba orando por él: Mi comentario personal al menos es que, tratándose de oración, yo tendría más confianza en las oraciones de Fidel Castro que en las de Bush. En cuanto al problema ético de la pena de muerte, mi primera observación es la siguiente: Es cierto que en la Biblia está escrito el precepto NO MATARAS. Pero también es cierto que en el mismo libro de la Biblia en el que está ese precepto, se detalla cómo debe ser aplicada la muerte a aquel que hubiera quebrantado el precepto de no matar. Yo soy de los que están en contra de la pena de muerte, o mejor dicho soy de los que prefieren que no se aplique a nadie esa pena. Y Fidel es de los que así piensan, como lo dijo en su discurso del 25 de abril de 2003 , en el que explica las razones por las que, en forma excepcional, se había aplicado ahora en Cuba a tres personas.

Y otra pregunta mía es la siguiente: Si alguien (lo mismo un intelectual honesto que la Unión Europea) protesta por el ajusticiamiento de tres personas en Cuba que intentaban un secuestro ¿no debería protestar aún más por los 165 ajusticiamientos habidos en Texas mientras Bush era gobernador de ese estado. ¿Es ético que se proteste tan vehementemente cuando se trata de Cuba, y no se protesta nada cuando se trata de los Estados Unidos? Con el agravante para Estados Unidos de que los ajusticiados allí son en su gran mayoría negros, y en muchos casos son también menores de edad y enfermos mentales.

Hace pocos días ví en el periódico la noticia de la condena a muerte de seis personas en Guatemala, y fue una noticia pequeñita de 6 pulgadas en cuadro, y después de que apareciera esa noticia no he visto ninguna protesta en ese periódico ni en ningún otro. Y otra de mis preguntas es la siguiente: ¿Hasta qué punto es cierto que se está contra la pena de muerte cuando si se fusila a seis en Guatemala nadie dice nada, y si se fusila a tres en Cuba hay un escándalo mundial de increíbles proporciones? ¿Será que no es contra la pena de muerte que se moviliza la prensa mundial, sino contra Cuba y Fidel Castro? y los intelectuales, que como intelectuales debieran ser al menos algo inteligentes, no se han dado cuenta?

Según el informe de Amnistía Internacional las condenas a muerte el año pasado en el mundo fueron 1560. Ninguna de esas ejecuciones fue en Cuba ¿y cuántas protestas hubo por esas 1560 ejecuciones? Como ahora hubo tres en Cuba, ha habido esa avalancha de protesta. ¿Los intelectuales que fueron utilizados por la campaña anticubana no se han dado cuenta?

Las tres ejecuciones en Cuba y la puesta en prisión de 75 personas han ocurrido en circunstancia muy especiales, y los que son honestos no las pueden ignorar. Se trata de un

país que está en pie de guerra, y ante el peligro de ser invadido. El gobierno de Bush, en el momento que se llevaba a cabo la guerra con Irak, ha declarado que Cuba estaba en la lista de objetivos militares susceptibles de invasión y de destrucción masiva. Y los cubanos anticastristas en Estados Unidos han lanzado la consigna de guerra -Irak hoy, Cuba mañana-.

Fidel en un discurso explicó ampliamente al pueblo de Cuba y al mundo la situación de peligro por la que estaba atravesando Cuba, y cuáles eran las razones por las que se habían.

Visto obligados a tomar unas medidas drásticas, como era el encarcelamiento de 75 conspiradores a sueldo de la representación diplomática de Estados Unidos en La Habana, y el ajusticiamiento de tres secuestradores que habían sido alentados por la ley que les da acogida en los Estados Unidos. Yo quise escuchar ese discurso en Managua, porque aún desconocía las razones por las que Cuba había recurrido a medidas tan drásticas, y no pude escucharlo, porque el discurso trasmitido vía satélite desde La Habana fue interferido. ¿Podemos dudar de qué gobierno es el que interfirió esa transmisión vía satélite? ¿Y no es condenable que a una persona a la que se está acusando mundialmente no se le permita su defensa en la radio internacional? Además de haber sido esto una violación al derecho de información que tenemos todos los pueblos de la tierra. Esto sólo debiera bastar para que aquellos que honestamente se pronunciaron contra Cuba se hubieran dado cuenta de que la opinión publica esta siendo manipulada, por los mismos que la han estado manipulando contra Cuba durante décadas. Esto no ha sido sino un engaño más. Fidel Castro en su discurso internacionalmente censurado explica que él no es partidario de la aplicación de la pena capital, y que desde hacia tres años en Cuba no se aplica, y que ahora esta vez la aplicaron por las amenazas de guerra que está teniendo Cuba.

Los mismos que condenan a Cuba por la falta de libertad de expresión son los que impidieron la difusión vía satélite de un discurso de un jefe de estado. Y los mismos que acusaban a Cuba de violación de los derechos humanos, eran los que estaban cometiendo en Irak en esos momentos la violación a los derechos humanos más grande que se ha visto en el mundo desde los tiempos de Hitler. Y los que condenaban a Cuba por tres fusilamientos estaban realizando en Bagdad una destrucción que no había tenido esa ciudad desde el siglo XIII, cuando la invasión de los mongoles. Y además declaraban que estaban dispuestos a hacer lo mismo en otros países, incluyendo Cuba.


Mis preguntas son sencillamente las de un lector de periódico.


Ernesto Cardenal, Nicaragua, (1925-)

Publicado en Nuevo Diario, el 25 de Junio del 2003 en Managua, Nicaragua.


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LAS ONCE MIL VERGAS

(GUILLAUME APOLLINAIRE)

FRAGMENTO

Capítulo I


Bucarest es una bella ciudad donde parece que vienen a mezclarse Oriente y Occidente. Si solamente tenemos en cuenta la situación geográfica estamos aún en Europa, pero estamos ya en Asia si nos referimos a ciertas costumbres del país, a los turcos, a los servios y a las otras razas macedonias, pintorescos especímenes de las cuales se distinguen en todas las calles. Sin embargo es un país latino: los soldados romanos que colonizaron el país tenían, sin duda, el pensamiento constantemente puesto en Roma, entonces capital del mundo y arbitro de la elegancia. Esta nostalgia occidental se ha transmitido a sus descendientes: los rumanos piensan insistentemente en una ciudad donde el lujo es natural, donde la vida es alegre. Pero Roma ha perdido su esplendor, la reina de las ciudades ha cedido su corona a París, ¡y qué hay de extraordinario entonces en que, por un fenómeno atávico, el pensamiento de los rumanos esté ouesto sin cesar en París, que ha reemplazado tan adecuadamente a Roma a la cabeza del Universo!

Lo mismo que los otros rumanos, el hermoso príncipe Vibescu soñaba en París, la Ciudad-Luz, donde las mujeres, bellas todas ellas, son también de muslo fácil. Cuando estaba aún en el colegio de Bucarest, le bastaba pensar en una parisina, en la parisina, para conseguir una erección y verse obligado a masturbarse lenta y beatíficamente. Más tarde, había descargado en muchos coños y culos de deliciosas rumanas. Pero, lo sabía perfectamente, le hacia falta una parisina.

Mony Vibescu era de una familia muy rica. Su bisabuelo había sido hospodar, que en Francia equivale al título de subprefecto. Pero esta dignidad se había transmitido nominativamente a la familia, y tanto el abuelo como el padre de Mony habían ostentado el título de hospodar. Del mismo modo Mony Vibescu tuvo que llevar ese título en honor de su abuelo.

Pero él había leído suficientes novelas francesas como para saber mofarse de los subprefectos: “Veamos –decía-– ¿no es ridículo irse llamar subprefecto porque tu abuelo lo ha sido? ¡Es simplemente grotesco!”. Y para ser menos grotesco había reemplazado el título de hospodar-subprefecto por el de príncipe. “Este –exclamaba– es un título que puede transmitirse por herencia. Hospodar, es una función administrativa, pero es justo que los que se han distinguido en la administración tengan el derecho de llevar un título. En el fondo, soy un antepasado. Mis hijos y mis nietos sabrán agradecérmelo”.

EI príncipe Vibescu estaba muy relacionado con el vicecónsul de Servia: Bandi Fornoski que, según se decía en la ciudad, enculaba de muy buena gana al encantador Mony. Un día el príncipe se vistió correctamente y se dirigió hacia el viceconsulado de Servia. En la calle, todos le miraban, y las mujeres lo hacían de hito en hito pensando: “ ¡Qué aspecto parisino tiene!”.

En efecto, el príncipe Vibescu andaba come se cree en Bucarest que andan los parisinos, es decir con pasos cortos y apresurados y removiendo el culo. ¡Es encantador! Y en Budapest cuando un hombre anda así no hay mujer que se le resista, aunque sea la esposa del primer ministro.

Al llegar ante la puerta del vice-consulado de Servia, Mony orinó copiosamente contra la fachada, luego llamó. Un albanés vestido con unas enagüillas blancas vino a abrirle. Rápida­mente el príncipe Vibescu subió al primer pi­so. El vicecónsul Bandi Fornoski estaba com­pletamente desnudo en su salón. Acostado en un mullido sofá, lucía una firme erección; cer­ca de él estaba Mira, una morena montenegrina que le hacía cosquillas en los testículos. Estaba igualmente desnuda y, como permane­cía inclinada, su posición hacía sobresalir un hermoso culo, rollizo, moreno y velludo. En­tre las dos nalgas se alargaba el surco bien marcado con sus pelos obscuros y se vislumbra­ba el orificio prohibido redondo como una pastilla. Debajo, los dos muslos, vigorosos y largos, se estiraban, y como su posición forza­ba a Mira a separarlos quedaba visible el coño, grueso, espeso, bien cortado y sombreado por una espesa guedeja completamente negra. Ella no se interrumpió cuando entró Mony. En otro rincón, encima de un canapé, dos precio­sas muchachas de gran culo se acariciaban lan­zando suaves “ ¡ah!” de voluptuosidad. Mony se desembarazó rápidamente de sus ropas, lue­go el pene completamente erecto al aire, se abalanzó sobre las dos bacantes intentando se­pararlas. Pero sus manos resbalaban sobre los cuerpos húmedos y tersos que se escurrían co­mo serpientes. Entonces, viendo que babea­ban de voluptuosidad, y furioso al no poder compartirla, se puso a golpear con toda la ma­no el gran culo blanco que se encontraba a su alcance. Como esto parecía excitar considera­blemente a la propietaria de ese gran culo, se puso a pegar con todas sus fuerzas, tan fuerte que venciendo el dolor a la voluptuosidad, la bella muchacha a la que había vuelto rosa el precioso culo blanco, se incorporó encolerizada diciendo:

–Puerco, príncipe de los enculados, no nos molestes, no queremos tu abultado miembro. Ve a dar tu azúcar de cebada a Mira. Déjanos amarnos. ¿No es eso, Zulmé?

¡Sí! Tone –respondió la otra muchacha. El príncipe blandió su enorme miembro gritando:

¡Cómo, cochinas, todavía y siempre pasándoos la mano por entre las piernas!

Luego agarrando a una de ellas, quiso besarle la boca. Era Tone, una bella morena cuyo cuerpo completamente blanco tenía, en los mejores lugares, unos preciosos lunares, que realzaban su blancura; su rostro era blanco también y un lunar en la mejilla izquierda hacía muy picante el semblante de esta graciosa muchacha. Su busto estaba adornado con dos soberbios pechos duros como el mármol, cercados de azul, coronados por unas fresas rosa suave, el de la derecha coquetamente manchado por un lunar colocado allí como una mosca, una mosca asesina.

Mony Vibescu al agarrarla había pasado las manos bajo su voluminoso culo que parecía un hermoso melón que hubiera crecido al sol de medianoche, tan blanco y prieto era. Cada una de sus nalgas parecía haber sido tallada en un bloque de Carrara sin defecto alguno y los muslos que descendían debajo de ellas eran perfectamente redondos como las columnas de un templo griego. ¡Pero qué diferencia! Los muslos estaban tibios y las nalgas, frías, lo que es un síntoma de buena salud. La azotaina las había vuelto un poco rosadas, de tal modo que de esas nalgas se podría decir que estaban hechas de nata mezclada con frambuesas. Esta visión excitaba hasta el límite de la lujuria al pobre Vibescu. Su boca chupaba alternativamente los firmes pechos de Tone, o bien posándose sobre el cuello o sobre el hombro dejaba marca de sus chupadas. Sus manos sostenían firmemente ese prieto y opulento culo como si fuera una sandía dura y pulposa. Palpaba esas nalgas reales y había insinuado el índice en el agujero del culo que era de una estrechez que embriagaba. Su grueso miembro que crecía cada vez más iba a abrir brecha en un encantador coño coralino coronado por un toisón de un negro reluciente. Ella le gritaba en rumano: “ ¡No, no me la meterás!” y al mismo tiempo pataleaba con sus preciosos muslos redondos y rollizos. El grueso miembro de Mony había tocado ya el húmedo reducto de Tone con su cabeza roja e inflamada. Ella pudo soltarse aún, pero al hacer este movimiento dejó escapar una ventosidad, no una ventosidad vulgar, sino una ventosidad de un sonido cristalino que le provocó una risa violenta y nerviosa. Su resistencia disminuyó, sus muslos se abrieron y el voluminoso aparato de Mony ya había escondido su cabeza en el reducto cuando Zulmé, la amiga de Tone y su colaboradora de masturbación, se apoderó bruscamente de los testítulos de Mony y, estrujándolos en su manecita, le causó tal dolor que el miembro humeante volvió a salir de su domicilio con gran contrariedad de Tone que ya empezaba a menear su gran culo debajo de su esbelta cintura.

Zulmé era una rubia cuya espesa cabellera le caía hasta los talones. Era más bajita que Tone, pero en cuanto a esbeltez y a gracia no le cedía en nada. Sus ojos eran negros y ojerosos. Cuando soltó los testículos del príncipe, éste se arrojó sobre ella diciendo: “Bueno, tú vas a pagar por Tone”. Luego, atrapando de una dentellada un precioso pecho, comenzó a chuparle la punta. Zulmé se retorcía. Para burlarse de Mony meneaba y ondulaba su vientre al final del cual bailaba una deliciosa barba rubia muy rizada. Al mismo tiempo ponía en alto un bonito coño que partía una bella y abultada mota. Entre los labios de ese coño rosado bullía un clítoris bastante largo que demostraba sus costumbres tribádicas[1]. El miembro del príncipe trataba de penetrar en vano en ese reducto. Al fin, asió las nalgas con fuerza e iba a penetrar cuando Tone, enojada por haber sido privada de la descarga del soberbio miembro, se puso a cosquillear con una pluma de pavo real los talones del joven. El se echó a reír, empezó a retorcerse. La pluma de pavo real le hacía cosquillas continuamente; de los talones había subido a los muslos, al ano, al miembro que se desinfló rápidamente. Las dos picaras, Tone y Zulmé, encantadas de su farsa, rieron un buen rato, luego, sofocadas y arreboladas, continuaron sus caricias besándose y lamiéndose ante el corrido y estupefacto príncipe. Sus culos se alzaban cadenciosamente, sus pelos se mezclaban, sus dientes golpeaban los unos contra los otros, los satenes de sus pechos firmes y palpitantes se restregaban mutuamente. Al fin, retorcidas y gimiendo de voluptuosidad, se regaron mutuamente, mientras el príncipe sentía que volvía a empezarle una erección. Pero viendo a la una y a la otra tan fatigadas por su mutua masturbación, se volvió hacia Mira que continuaba manipulando el miembro del vice-Cónsul. Vibescu se aproximó suavemente y haciendo pasar su bello miembro entre las gruesas nalgas de Mira, se insinuó en el coño húmedo y entreabierto de la preciosa muchacha que, sólo sentir que la penetraba la cabeza del nudo dio una culada que hizo penetrar completamente el aparato. Luego continuó sus desordenados movimientos, mientras que el príncipe le hacía titilar el clítoris con una mano y con la otra le cosquilleaba los pechos. Su movimiento de vaivén en el apretadísimo coño parecía causar un vivo placer a Mira que lo demostraba con gritos de voluptuosidad. El vientre de Vibescu iba a dar contra el culo de Mira y el frescor del culo de Mira causaba al príncipe una sensación tan agradable como la causada a la muchacha por el calor de su vientre. Pronto los movimientos se hicieron más vivos, más brucos; el príncipe se apretaba contra Mira qué jadeaba aprentado las nalgas. El príncipe la mordió en el hombro y la estrechó contra sí. Ella gritaba:

¡Ah! es bueno... quédate aquí... más fuerte... más fuerte... ten, ten, tómalo todo. Dámelo, tu esperma... Dámelo todo... Ten... Ten...

Y en una descarga común se derrumbaron y quedaron anonadados por un momento. Tone y Éulmé abrazadas en el canapé les miraban riendo. El vice-cónsul de Servia había encendido un delgado cigarrillo de tabaco oriental. Cuando Mony se hubo levantado, le dijo:

–Ahora, querido príncipe, es mi turno; esperaba tu llegada y precisamente por eso me he hecho manipular el miembro por Mira, pero te he reservado el goce. ¡Ven, mi corazón, mi enculado querido, ven! que te la meta.

Vibescu le contempló un momento, luego, escupiendo sobre el miembro que le presentaba el vice-cónsul, pronunció estas palabras:

–Ya estoy harto de tus enculadas, toda la ciudad habla de ello.

Pero el vice-cónsul se había levantado, en plena erección, y había cogido un revólver.

Apuntó a Mony que, temblando, le tendió las posaderas balbuceando:

–Bandi, mi querido Bandi, sabes que te amo, encúlame, encúlame.

Bandi, sonriendo, hizo penetrar su miembro en el elástico orificio que se encontraba entre las dos nalgas del príncipe. Introducido allí, y mientras las tres mujeres le miraban, se agitó como un poseído blasfemando:

¡Por el nombre de Dios! Estoy gozando, aprieta el culo, preciosidad, aprieta, estoy gozando. Aprieta tus bellas nalgas.

Y la mirada salvaje, las manos crispadas sobre los hombros delicados, descargó. Enseguida Mony se lavó, se volvió a vestir y marchó diciendo que volvería después de comer. Pero al llegar a su casa, escribió esta carta:

“Mi querido Bandi:

“Ya estoy harto de tus enculados, ya estoy harto de las mujeres de Bucarest, ya estoy harto de gastar aquí mi fortuna con la que sería tan feliz en París. Antes de dos horas me habré marchado. Espero divertirme enormemente allí y te digo adiós.

Mony, Príncipe Vibescu, Hospadar hereditario.”

El príncipe cerró la carta, escribiendo otra a su notario en la que le pedía que liquidara sus bienes y le enviara el total a París en el momento en que supiera su dirección.

Mony tomó todo el dinero en metálico que poseía, 50.000 francos, y se dirigió a la estación. Echó sus dos cartas al buzón y tomó el Orient Express hacia París.



[1] Tribadismo significa “ella que roza”, y hace referencia a una práctica sexual entre dos mujeres en el que se apoyan los cuerpos y quedan pechos con pechos, vulva con vulva y comienzan a contonearse, frotándose mutuamente los clítoris hasta lograr el orgasmo simultáneo. http://www.rimaweb.com.ar/safopiensa/tribadismo_vflores.html


POESÍA VERTICAL (ANTOLOGÍA ESENCIAL)

(ROBERTO JUARROZ)

FRAGMENTOS


SÉPTIMA

POESÍA VERTICAL

[1982]


1

Usar la propia mano como almohada.

El cielo lo hace con sus nubes,

la tierra con sus terrones

y el árbol que cae

con su propio follaje.

Sólo así puede escucharse

la canción sin distancia,

la canción que no entra en el oído

porque está en el oído,

la única canción que no se repite.

Todo hombre necesita

una canción intraducible.


5

Un poema quebrado,

como un tronco partido por un rayo,

como un tallo roto

por el propio delirio de la flor que sostiene,

exhibe de pronto en el lugar de su ruptura

algo que se parece a un regreso.

La vergüenza de amar sólo lo múltiple

va convirtiendo al amor en locura,

en un sol que se desplaza de improviso

a la vereda de enfrente.

El poema se quiebra

para que el amor reconozca en su propia sustancia

la unidad de lo múltiple

y pierda su vergüenza.

El poema se quiebra

para que el sol regrese.

39

En las entrañas del verano,

como una fibra más clara,

repercute la voz del heladero.

No es la infancia que vuelve.

No es algo de dios que se ha vestido de blanco.

No es una luna en el día.

Es sólo lo posible

que nos demuestra su existencia.

Lo imposible no levanta nunca la voz.



DÉCIMA

POESÍA VERTICAL

[1987]

4

La hebra de quietud

que hay en el hilo de todo movimiento

canaliza un mensaje

que a veces enarbola a la gracia

como una misteriosa

pasión y transgresión del movimiento.

Un código secreto,

pasmoso sudor de la armonía

que parece subyacer en el fondo,

proyecta así sus signos

y consigue amansar por un instante

el propio corazón del movimiento,

para que surja al fin,

como algo absolutamente necesario,

el cuerpo desconcertante de la belleza.

Todo movimiento es un contradictorio tanteo,

toda belleza una apremiante incertidumbre,

toda gracia un inesperado equilibrio,

un desliz del movimiento,

una fuga que se atrasa,

un flor fuera de la ley

por ser flor.

6

Desmoronamientos de la memoria,

torres que nunca llegaron a ser torres,

bambalinas hundidas

por la fuerza de las propias escenas

que se jugaron entre ellas.

Los desmoronamientos del cuerpo y de las cosas

no podrán nunca sorprendernos del todo.

La memoria se les ha anticipado

y hasta les roba su inminencia,

su cruel presentimiento,

como si ella fuera el pontífice

de un culto de ruinas.

Pero hay todavía

otros desmoronamientos más secretos,

atrás de la memoria,

en su matriz más callada,

en el fondo de hundimientos de donde provenimos

y que prefigura como un espejo envuelto

el derrumbe final de toda cosa.

Basta para probarlo

desenvolver ese espejo.

8


Pensar es una incomprensible insistencia,

algo así como alargar el perfume de la rosa

o perforar agujeros de luz

en un costado de tiniebla.

Y es también trasbordar algo

en insensata maniobra

desde un barco inconmoviblemente hundido

a una navegación sin barco.

Pensar es insistir

en una soledad sin retorno.

DECIMOCUARTA

POESÍA VERTICAL

[1994]

1

Desconocer el tiempo,

desbaratar el cuentagotas de la edad

y rasgar el sudario

de los minutos repetidos como abejas.

¿Cómo pisar en el tiempo

y caminar por él

como sobre una playa

cuyo mar se ha secado?

¿Cómo saltar en el tiempo

y hacer pie en el vacío

y su excavada ausencia?

¿Cómo retroceder en el tiempo

y empalmar el pasado

con todo lo que huye?

¿Cómo encontrar la eternidad en el tiempo,

la eternidad hecha de tiempo,

de tiempo congelado en las fauces más frías?

¿Cómo reconocer el tiempo

y hallar el filo ignoto

que corta sus momentos

y siempre lo divide

justamente en el medio?

2


Brindar con el último trago,

no con el primero.

Brindar cuando la copa está vacía

y aguardar un momento,

por si hay alguien que comparta ese brindis.

Y si nadie responde

brindar con la copa vacía

y por poder pensar aún

una copa posterior a la última.

Y beber lo que queda.

7

El ojo de la soledad

vigila al amor.

El amor no debería ser vigilado,

pero a veces devasta lo que ama,

asuela lo que no ama

o se destruye a sí mismo.

El amor siempre ha sido un peligro para el hombre,

quizá también para los dioses.

El amor necesita vigilancia.

Hasta la flor necesita vigilancia.

Y sólo la soledad inquebrantable

que se afinca en nosotros como un duro vigía

puede salvarnos de esas furias

mientras custodia sus abismos.

Además ese ojo de concentrada soledad

¿no es también otra especie de amor,

su forma más recatada y cierta?


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A SANGRE FRÍA

(TRUMAN CAPOTE)

FRAGMENTO

Lunes, 11 de enero. Tengo un abogado. El señor Fleming. Un viejo de corbata roja.

El tribunal, informado de que los acusados no tenían fondos para costearse asistencia legal, representado por el juez Roland H. Tate, nombró como representantes suyos dos abogados del lugar, Arthur Fleming y Harrison Smith.

Fleming, setenta y un años, antiguo alcalde de Garden City, hombre pequeño que anima su aspecto nada sensacional con vistosas corbatas, se resistía a aceptar el nombramiento.

—No deseo encargarme del caso —le dijo al juez—. Pero si el tribunal juzga conveniente designarme, entonces, naturalmente, no tengo otra alternativa.

El abogado de Hickock, Harrison Smith, de cuarenta y cinco años y metro ochenta de altura, jugador de golf, elk[1] de alto nivel, aceptó la tarea con talante resignado.

—Alguien tiene que hacerlo. Y yo lo haré lo mejor que pueda. Aunque dudo que eso aumente mi popularidad por estos contornos.

Viernes, 15 de enero. La señora Meier tenía la radio encendida en la cocina y oí que el fiscal del distrito pedirá pena de muerte. «A los ricos no los ahorcan nunca. Sólo a los pobres y sin amigos».

En su declaración a la prensa, el fiscal del distrito, Duane West, joven ambicioso de veintiocho años que por su gran porte, aparenta cuarenta y hasta a veces cincuenta, dijo:

—Si el caso pasa ante jurado, yo pediré a los jurados que los declaren culpables, que los declaren reos de muerte. Si los defensores renuncian a un proceso ante jurado y presentan al juez declaración de culpabilidad, pediré al juez que dicte pena de muerte. Ya sabía que tendría que tomar una decisión al respecto y no he llegado a semejante decisión con ligereza. Creo que dada la violencia del crimen y la absoluta falta de misericordia demostrada por los asesinos el único modo de conseguir que el público se sienta totalmente protegido es decretar pena de muerte contra esos acusados. Y ello es cierto especialmente en Kansas, donde no existe cadena perpetua sin posibilidad de conseguir la libertad bajo palabra. En la práctica, los sentenciados a cadena perpetua no permanecen en la cárcel más de quince años.

Miércoles, 20 de enero. Me han pedido que me someta al detector de mentiras por lo del caso Walker.

Casos como el de los Clutter, crímenes de semejante magnitud, despiertan el interés de los hombres de leyes en todas partes, en especial los que tienen a su cargo la investigación de crímenes similares todavía sin resolver, porque siempre es posible que al solucionarse un misterio pueda a la vez resolverse otro. Entre los muchos funcionarios que se interesaban por los acontecimientos de Garden City figuraba el sheriff de Sarasota County, Florida, distrito al que pertenece Osprey, un pueblo pesquero cercano a Tampa y escenario, sólo un mes después de la tragedia Clutter, del cuádruple asesinato en un aislado rancho, que Smith había leído en un diario de Miami el día de Navidad. Las víctimas eran también los cuatro miembros de la familia: un joven matrimonio, Clifford Walker y señora, y sus dos hijos, niño y niña todos ellos muertos de un escopetazo en la cabeza. Como los asesinos de los Clutter habían pasado la noche del 19 de diciembre, fecha de los asesinatos, en un hotel de Tallahassee, el sheriff de Osprey, que no tenía pista alguna que seguir, muy comprensiblemente se hallaba ansioso de interrogar a los dos hombres y someterlos a un examen con polígrafo. Hickock consintió en someterse a la prueba y lo mismo hizo Smith quien dijo a las autoridades de Kansas:

—Lo comenté cuando ocurrió, diciéndole a Dick: «Apuesto a que quien lo hizo es alguien que se había enterado de lo de Kansas. Un maniático.”

Los resultados de la prueba, con gran desilusión del sheriff de Osprey y de Al Dewey, que no cree en excepcionales coincidencias, fueron concluyentemente negativos. El asesino de la familia Walker está aun por descubrir.

Domingo, 31 de enero. El padre de Dick vino a verlo. Le dije ¡hola! cuando pasaba (por delante de la celda), pero ha seguido andando. Puede que no me haya oído. Supe por la señora M (Meier) que la señora H (Hickock) no vino porque no se sentía con fuerzas. Nevando endiabladamente. Anoche soñé que estaba en Alaska con papá y ¡me desperté en un charco de orina helada!

El señor Hickock pasó tres horas con su hijo. Luego se dirigió, andando bajo la nieve, a la estación de Garden City: un viejo gastado, encorvado y enflaquecido por el cáncer que lo mataría unos meses después. En la estación, mientras esperaba el tren que iba a llevarle a casa, le dijo a un periodista:

—He visto a Dick. Hemos tenido una conversación muy larga. Puedo garantizarle a usted que no es como la gente dice. O como escriben en los diarios. Esos chicos no entraron en la casa con intenciones violentas. Mi chico, no. El puede tener sus cosas malas pero nunca llegaría a eso. Smitty fue. Dick me ha dicho que ni siquiera se enteró cuando Smitty atacó a aquel hombre (Clutter), y le abrió la garganta. Dick ni siquiera estaba en la misma habitación. Entró corriendo cuando oyó la lucha. Dick llevaba su escopeta y según él lo cuenta: «Smitty cogió mi escopeta y le disparó en mitad de la cabeza.» Y agregó: «Papá, tendría que haberle quitado la escopeta y haberlo matado antes de que asesinara al resto de la familia. Si lo hubiera hecho, ahora no me encontraría en esta situación.» A mí también me lo parece. Ahora, tal como están las cosas, tal como lo ve la gente, no tiene ninguna probabilidad. Los colgarán a los dos. Y —añadió, con la fatiga y la derrota asomando a sus ojos— ver colgar a un hijo, saber que lo van a ahorcar, es lo peor que le puede pasar a un hombre.

Ni el padre ni la hermana de Perry le escribieron o fueron a visitarle. Se suponía que Tex John Smith estaba buscando oro en alguna parte de Alaska, si bien la policía, a pesar de sus grandes esfuerzos, no había podido localizarlo. La hermana había dicho a los investigadores que temía a su hermano y les pidió por favor que no le comunicaran su domicilio actual. (Cuando informaron de ello a Smith sonrió un poco y dijo: «Ojalá hubiese estado en esa casa aquella noche. ¡Qué linda escena!»)

Aparte de la ardilla, aparte de los Meier y las poco frecuentes consultas con su abogado Fleming, Perry estaba muy solo. Echaba de menos a Dick. Pienso mucho en Dick, escribió un día en su improvisado diario. Desde su arresto no se les había permitido comunicarse y eso era, aparte de su libertad, lo que más ansiaba: hablar con Dick, volver a estar con él. Dick ya no era el «duro como la roca» que en un tiempo creyó: «pragmático», «viril», «un auténtico hombre de acero»; había demostrado ser «bastante débil y superficial», «un cobarde». Aun así, de todas las personas del mundo, era con él con quien más identificado se sentía en aquel momento, porque, por lo menos, eran de la misma especie, hermanos en la raza de Caín. Separado de él, Perry se sentía «completamente solo. Como un individuo cubierto de llagas. Alguien con quien sólo un loco querría tener algo que ver».

Pero una mañana a mediados de febrero, Perry recibió una carta. El matasellos era de Reading, Massachusetts, y decía:

Querido Perry: Me dolió mucho enterarme de la situación en que te encuentras y decidí escribirte, decirte que me acuerdo de ti y que me gustaría ayudarte del modo que me fuera posible. Por si no recuerdas mi nombre, Don Cullivan, te mando una foto tomada en el tiempo en que tú y yo nos conocimos. Cuando hace poco leí en el periódico sobre ti, me sorprendí y empecé a pensar en aquellos tiempos cuando yo te trataba. A pesar de que no fuimos amigos íntimos, me acuerdo mucho más de ti que de la mayoría de los tipos que conocí en el ejército. Debió de ser en otoño de 1951 cuando te destacaron a la 761ª Compañía de Ingenieros de Equipo Ligero en Fort Lewis, Washington. Eras bajo (yo no soy mucho mas alto), robusto, moreno, con un abundante y espeso pelo negro y casi siempre una sonrisa en la boca. Como habías vivido en Alaska, muchos te llamaban «Esquimal». Una de las primeras veces que me fijé en ti fue durante una inspección de la compañía en la que nos abrieron todos los armarios. Todos los armarios estaban en orden, incluso el tuyo, sólo que tenía la tapa llena de fotografías de chicas. Todos pensamos que te la ibas a cargar. Pero el oficial de inspección se lo tomó bien y cuando todo acabó recuerdo que todos pensamos que eras un tío de narices. Recuerdo que jugabas bastante bien al billar y te puedo ver aún en la sala de recreo de la compañía; jugando. Eras uno de los mejores conductores de camión del cuerpo. ¿Te acuerdas de los ejercicios que nos hacían hacer? En un viaje en pleno invierno recuerdo que a cada uno le asignaron un camión mientras durara el ejercicio de entrenamiento. En nuestro cuerpo, los camiones no tenían calefacción y nos moríamos de frío. Me acuerdo que hiciste un agujero en el suelo de tu camión para que pudiera entrar el calor del motor. La razón de que lo recuerde tan bien es la impresión que me produjo, por eso de que la «mutilación» de la propiedad del ejército es un crimen por el que te pueden castigar muy severamente. Claro que yo era aún muy novato en el ejército y probablemente tenía miedo de infringir las reglas en lo más mínimo, pero recuerdo cómo te reías (y estabas calentito) mientras yo me preocupaba (y me estaba helando). Recuerdo que te compraste una moto y no muy bien de lo que te pasó con ella. ¿Te persiguió la policía? ¿Un accidente? Fuera lo que fuese, fue la primera vez que me di cuenta de que tenías algo raro. Puede que me equivoque en alguno de mis recuerdos pues de eso hace ocho años y yo sólo te traté durante ocho meses. Por lo que recuerdo me llevaba muy bien contigo y me gustaba tu modo de ser. Siempre estabas alegre y fanfarroneando, hacías muy bien tu trabajo y no recuerdo que te quejaras de nada. Desde luego parecías un poco salvaje pero nunca supe mucho de eso. Pero ahora estas en un apuro de verdad. Trato de imaginar cómo estarás ahora. En qué piensas. Cuando lo leí por primera vez quedé aturdido. De veras que sí. Pero luego dejé el periódico y me puse a pensar en otra cosa. Pero volvía a pensar en ti. No lo podía olvidar. Soy, o intento ser, bastante religioso (católico). No siempre lo fui. Me limitaba a ir tirando sin pensar demasiado en la única cosa importante que existe. Nunca había pensado seriamente en la muerte ni en la posibilidad de otra vida. Estaba demasiado lleno de vida: coche, universidad, chicas, etc. Pero mi hermano pequeño murió de leucemia, tenia sólo diecisiete años. El sabía que se moría y luego me he preguntado muchas veces qué pensaría. Y ahora pienso en ti y me gustaría saber qué piensas. No sabía qué decirle a mi hermano en las últimas semanas, antes de que muriera. Pero sí sé qué le diría ahora. Y por eso te escribo: porque Dios te hizo a ti igual que a mí y El te ama a ti tanto como a mí y por lo poco que sabemos de la voluntad de Dios lo que te ha ocurrido a ti podía muy bien haberme ocurrido a mí. Tu amigo, Don Cullivan.

El nombre no le decía nada, pero Perry reconoció inmediatamente la cara de la fotografía, un soldado joven con el pelo al cepillo y ojos redondos muy serios. Leyó la carta muchas veces y, a pesar de que las alusiones religiosas le parecieron muy poco persuasivas («He intentado creer, pero no creo, no puedo y fingir no sirve de nada»), la carta lo conmovió. Había alguien que le ofrecía ayuda, un hombre cuerdo y respetable que le había tratado en otro tiempo y que le había tenido simpatía, un hombre que firmaba tu amigo. Lleno de agradecimiento, a toda prisa, comenzó su carta:

«Querido Don: Caramba, claro que me acuerdo de Don Cullivan... »

La celda de Hickock no tenía ventana. Daba a un espacioso corredor y a las otras celdas. Pero no estaba aislado, tenía gente con quien hablar, una variedad de borrachos, falsificadores, hombres que habían pegado a sus mujeres, vagabundos mexicanos, y Dick, con su desenvoltura parlanchina de «confidente», sus anécdotas sexuales, sus chistes verdes, era popular entre los reclusos (aunque había uno que no quería saber nada de él, un viejo que le silbaba: «Asesino. ¡Asesino!» Y que una vez le había arrojado un cubo de sucia agua de fregar).

Exteriormente, Hickock parecía a todos un joven singularmente despreocupado. Cuando no alternaba o dormía, estaba tumbado en su litera fumando o mascando chicle o leyendo revistas de deportes o novelas policíacas. A menudo se limitaba a pasarse horas silbando sus melodías preferidas (you must have been a beautiful baby, Shuffle off to Buffalo) con la vista fija en la desnuda bombilla que colgaba del techo de la celda y estaba encendida noche y día. Odiaba la monótona vigilancia de aquella luz; perturbaba su sueño y, más concretamente, ponía en peligro el éxito de un íntimo proyecto: fugarse. Porque el prisionero no se sentía tan despreocupado como aparentaba ni tan resignado; intentaría todo lo posible para evitar «balancearse en el Gran Columpio». Convencido de que esa ceremonia sería el resultado de cualquier proceso, y más si el proceso tenía lugar en Kansas, había decidido «tomárselas. Coger el primer coche y poner pies en polvorosa». Pero antes necesitaba un arma y hacía semanas que se dedicaba a la confección de una: algo muy parecido a un punzón para romper el hielo y que se metería con suavidad mortal entre los omoplatos del vicesheriff Meier. Los componentes del arma, un pedazo de madera y un alambre duro, formaban parte originariamente de un cepillo de retrete, del que él se había apropiado, desmontándolo y escondiéndolo debajo de su colchoneta. Tarde, de noche, cuando los únicos ruidos eran ronquidos, tos y los lúgubres quejidos del ferrocarril de Santa Fe que retumbaban en la ciudad a oscuras, afilaba el alambre contra el suelo de cemento de la celda, y mientras trabajaba trazaba sus planes.

El primer invierno después de terminar el bachillerato. Hickock había recorrido Kansas y Colorado haciendo auto-stop.

—Era cuando iba buscando empleo. Bueno, pues una vez en un camión el conductor y yo empezamos a discutir por nada en especial, pero la emprendió a porrazos conmigo. Me plantó en la carretera. Allá en lo más alto de las Rocallosas. Caía aguanieve, y anduve muchos kilómetros con la nariz sangrado como quince puercos. Entonces llegué a un grupo de cabañas en una vertiente boscosa. Cabañas de verano, todas cerradas y vacías en aquella época. Y me metí en una. Había leña y latas de conserva y hasta algo de whisky. Me quedé allí una semana y fue una de las veces que mejor lo pasé en toda mi vida. A pesar de que me dolía la nariz y tenía los ojos verdes y amarillos. Y cuando terminó de nevar, salió el sol. Nunca he visto cielo igual. Como en México. Si en México hubiera clima frío. Registré las demás cabañas y encontré jamón, una radio y un rifle. Fue estupendo. Todo el día por allá con el rifle. Dándome el sol en la cara. ¡Chico, qué bien lo pasé! Me sentía como Tarzán. Por las noches, envuelto en una manta junto al fuego, me hartaba de alubias con jamón frito, y me dormía oyendo música en la radio. Nadie se acercó por allí. Apuesto a que hubiera podido quedarme hasta la primavera.

Si la fuga tenía éxito, eso es lo que Dick pensaba hacer: dirigirse a las montañas de Colorado y buscar una cabaña donde esconderse hasta la primavera (solo, claro; el futuro de Perry le tenía sin cuidado). La perspectiva de un intermedio tan idílico aumentaba el inspirado fervor con que afilaba su alambre, limándolo hasta conseguir la flexibilidad y finura de un estilete.



[1] Miembro de la asociación americana fundada en 1868 que tiene por objetivo principal promover un sentimiento de hermandad y civismo. (N. del T.)



PARA UNA TUMBA SIN NOMBRES

(JUAN CARLOS ONETTI)

FRAGMENTO


I



TODOS NOSOTROS, LOS notables, los que tenemos derecho a jugar al póker en el Club Progreso y a dibujar iniciales con entumecida vanidad al pie de las cuentas por copas o comidas en el Plaza. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María. Algunos fuimos, en su oportunidad, el mejor amigo de la familia; se nos ofreció el privilegio de ver la cosa desde un principio y, además, el privilegio de iniciarla.
Es mejor, más armonioso, que la cosa empiece de noche, después y antes del sol. Fuimos a lo de Miramonte o a lo de Grimm, “Cochería Suiza”. A veces, hablo de los veteranos, podíamos optar; otras, la elección se había decidido en rincones de la casa de duelo, por una razón, por diez o por ninguna. Yo, cuando puedo, elijo a Grimm para las familias viejas. Se sienten más cómodas con la brutalidad o indiferencia de Grimm, que insiste en hacer personalmente todo lo indispensable y lo que inventa por capricho. Prefieren al viejo por motivos raciales, esto puede verlo cualquiera; pero yo he visto además que agradecen su falta de hipocresía, el alivio que les proporciona enfrentando a la muerte como un negocio, considerando al cadáver como un simple bulto transportable.
Hemos ido, casi siempre en la madrugada, serios pero cómodos en la desgracia, con una premeditada voz varonil y no cautelosa, a golpear en la puerta eternamente iluminada de Miramonte o de Grimm. Miramonte, en cambio, confía todo, en apariencia, a los empleados y se dedica, vestido de negro, peinado de negro, con su triste bigote negro y el brillo discretamente equívoco de los ojos de mulato, a mezclarse entre los dolientes, a estrechar manos y difundir consuelos. Esto les gusta a los otros, a los que no tuvieron abuelos arando en la colonia; también los he visto. Golpeamos, golpeo bajo el letrero luminoso violeta y explico mi misión a uno de los dos, al gringo o al mulato; cualquiera de ellos la conocía cinco minutos después del último suspiro y aguardaba. Grimm bosteza, se pone los anteojos y abre un libro enorme.
—¿Qué es lo que quieren? pregunta. Lo digo, sabiéndolo o calculando.
—Qué desgracia, tan joven. Por fin descansa, tan viejo —dice Miramonte, a toda hora sin sueño y vestido como para un antiguo baile de medio pelo.
Sabemos también, todos nosotros, que los dos ofrecen o imponen sin lucha un fúnebre con dos cocheros, una carroza para las flores, remises, hachones, velas gruesas, cristos torturados. Sabemos que a las diez o a las cuatro desfilamos todos nosotros por la ciudad, “Arial Narrow”; por un costado de la plaza Brausen, por los fondos tapiados de la quinta de Guerrero, por el camino en pendiente, irregular, casi solamente usado para eso, que lleva al cementerio grande, común en un tiempo para la ciudad y la colonia. Golpeándonos después, a cada bache, contra las capotas de los coches y disimulándolo; no al trote, pero ya a buen paso, apreciando cada uno la impaciencia colectiva por desembarazarse, manteniendo vivas, a pulmón y con sonrisas, conversaciones, diluidas charlas que nos apartan del muerto oblongo. También sabemos de las misas de cuerpo presente, el murmullo acelerado e incomprensible, la llovizna gruesa de agua bendita. Comparamos —nosotros, los veteranos— las actuaciones del difunto padre Bergner con las de su sucesor, este italiano, Favieri, chico, negro, escuálido, con su indomable expresión provocativa, casi obscena.
Sabemos también de necrologías recitadas y las soportamos mirando la tierra, el sombrero contra el pubis.
Todo eso sabemos. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María, podemos describirlo a un forastero, contarlo epistolarmente a un pariente lejano. Pero esto no lo sabíamos; este entierro, esta manera de enterrar.
Empecé a saberlo, desaprensivo, irónico, sin sospechar que estaba enterándome, cuando el habilitado de Miramonte vino a sentarse en mi mesa en el Universal, un sábado poco antes del mediodía; pidió permiso y me habló del hígado de su suegra. Exageraba, mentía un poco, andaba buscando alarmas. No le hice el gusto. Tiene largos los bigotes y los puños de la camisa, mueve las manos frente a la boca como apartando moscas con languidez. Sugerí, por antipatía, la extracción de la vesícula, me dejé invitar y, a través de la ventana enjabonada, miré con entusiasmo el verano en la plaza, intuí una dicha más allá de las nubes secas en los vidrios. Después mencionó al chivo —fue ésa la primera noticia que tuve y podría no haberla oído— mientras yo fumaba y él no, porque es avaro y remero y supone un futuro para el cual cuidarse. Yo fumaba, repito, desviando la cara para hacerle entender que debía irse, mirando el torbellino blanco que habían dejado en el vidrio de la ventana el jabón y el estropajo, convenciéndome de que el verano estaba de vuelta. Fue entonces que dijo:
—...este chico de los Malabia, el menor.
—El único. El único que les queda —comenté de costado, maligno y cortés.
—Perdone, es la costumbre; eran dos. Una gran persona, Federico.
—Sí —dije, volviéndome para mirarle los ojos y causarle algún dolor—. Lo enterró Grimm. Un servicio perfecto. (Pero él, Caseros, el habilitado de Miramonte, confiaba en que más tarde en el mediodía yo iba a decir sarcoma hablando de su suegra. No quería irse; hizo bien, según supe después.)
—El señor Grimm es un decano en su profesión —elogió; mordió una aceituna, miró el carozo en el hueco de una mano.
Y aquel verano se me mostraba, atenuado por la confusión de la nube blancuzca en el vidrio de la ventana, encima de la plaza, en la plaza misma, en el río calmo a cuatro o cinco cuadras. Era el verano, hinchándose perezoso a treinta metros, cargado de aire lento, de nada, del olor de los jazmines que acarrearían de las quintas, de la ternura del perfume de una piel ajena calentándose en su sol.
—El verano —dije, más o menos directamente, a él o a la mesa.
—Vino el chico Malabia, como le decía, y me hablaba tragándose las palabras.
Entendí que era un duelo. Pero no tenía, que supiera, un solo familiar enfermo, aunque, claro, podía ser un ataque o accidente o en forma inesperada, y me pide, cuando nos entendemos, el sepelio más barato que le pueda conseguir. Lo veo nervioso y pálido, con las manos en los bolsillos, apoyado en el mostrador. Le hablo de esta mañana, en cuanto abrí, porque el señor Miramonte me confía las llaves y hay días que ni viene. Un sepelio. Le pregunto, extrañado y con miedo, si se trata de un familiar. Pero mueve la cabeza y dice que no, que es una mujer que murió en uno de los ranchos de la costa. Por discreción no quise preguntar mucho más. Le doy un precio y se queda callado, como pensando. Pero, me dije en seguida, si no paga él está el padre. El muchacho es, usted lo conoce, bastante orgulloso, serio. No como el otro, el mayor, Federico, de que hablábamos. Sin embargo, le dije que no se preocupara por el pago. Pero él que no, con las manos en los bolsillos, muerto de sueño sin querer mirarme, preguntando por el precio al contado del entierro más barato. Sacó un dinero del bolsillo y lo puso, contándolo, arriba del mostrador. Alcanzaba,
sin ganancia, para el ataúd y el fúnebre; nada más. Le dije que sí y me dio la dirección, en el rancherío de la costa, para hoy a las cuatro. Tenía un certificado de defunción, correcto, de ese médico nuevo que está en el policlínico.
—El hospital —dije.
—El doctor Ríos —insistió con entusiasmo—.
Así que a las cuatro le mando el coche. Por la edad podría ser casi la madre, le lleva como quince años. No entiendo. Si fuera una amiga de la familia, una conocida, una sirvienta, hubiera venido el padre; o él mismo, pero no a regatear, no a insistir en pagar al contado, no a enterrar a la mujer esa casi como un perro. Rita García creo, o González, soltera, un infarto, 35 años, los pulmones rotos. ¿Usted comprende?
No comprendía nada. No le hablé de cáncer sino de esperanzas, lo dejé pagar.
—¿Y en qué lado del rancherío?
—Cerca de la fábrica. Trató de explicarme. Claro que el cochero va y pregunta y enseguida le dicen. Conoce, además.
—¿En el cementerio grande?
—¿Dónde creía? ¿En la colonia? Fosa común dentro de un mes. Pero siempre se guardan las apariencias ——me tranquilizó. Y fue entonces que dijo—: Además hay un chivo. Tenía, criaba la mujer. Un chivo viejo. Lo averigüé después que el chico de Malabia vino a contratar.
Así que en seguida de la siesta me metí con el automóvil en el verano, con pocas ganas de estar triste. A las cuatro y cuarto estaba en los portones del cementerio, acuclillado en el fin de la pendiente del camino, fumando. El verano, las tramposas incitaciones de tantos veranos anteriores, las columnas de humos de cocina en la altura.
Serían las cuatro y media cuando vi o empecé a ver con desconfianza, casi con odio. El guardián había salido a la calle —los terrones grises, algunas vetas profundas de tierra casi húmeda—, saludó y quiso hablarme; dos hombres en mangas de camisa, con pañuelos pequeños apretados en el cuello para absorber el sudor de la parca inminente, esperaban aburridos, apoyados en el portón.
No llegaron desde arriba, desde el camino de los entierros que todos nosotros conocemos. Vinieron desde la izquierda y se presentaron por sorpresa, agigantándose con lentitud en la cinta soleada de tierra; los tres o los cuatro, después de haber hecho un extenso rodeo, negándose al itinerario de entierro que todos nosotros creíamos inevitable, suprimiendo la ciudad. Un camino muchísimo más largo, incómodo, enrevesado entre ranchos y quintas pobres, impedido por zanjas, gallinas y vacas adormecidas. Lo reconstruí después, en mi casa, mientras el muchacho hablaba tratando de convencerme de cosas que él sólo suponía o ignoraba.
El guardián del cementerio lleva un garrote inútil colgado de un brazo. Salió a la calle y miró a los lados. Yo fumaba sentado en una piedra; los dos tipos en camisa callaban recostados, las manos colgando, en la cintura, en los bolsillos de los pantalones. Era eso. Algún cactus, la pared del cementerio de piedra sobre piedra, un mugido reiterado en el fondo invisible de la tarde. Y el verano aún irresoluto en su sol blanco y tanteador, el zumbido, la insistencia de las moscas recién nacidas, el olor a nafta que me venía indolente desde el coche. El verano, el sudor como rocío y la pereza. El viejo tosió para mí y estuvo reconstruyendo palabras sucias. Entonces me levanté para descansar, vi el camino desnudo, miré hacia la izquierda y fui haciendo con lentitud la mueca de odio y desconfianza.
Bamboleando su cúpula brillosa y negra, el coche fúnebre trepaba la calle, despacio, arrastrado por una yanta sin teñir. Vi la cruz retinta, la galera del cochero y su pequeña
cabeza ladeada, los caballos enanos, reacios, de color escandaloso, casi mulas tirando de un arado. Luego, sodificada por el sol, trepando flojamente, parda y dorada, la nube de polvo. Y en seguida después de su muerte, inmediatamente después que la luz sin prisas volvió a ocupar la zona de tierra removida, los vi a ellos, medí su enfermiza aproximación, vi las dos nubecillas que se alzaban, renovándose, para ponerles fondo, independientes, sin unirse. Entretanto, se me iba acercando la cara del cochero reclinado en el alto asiento del fúnebre, su expresión de vejada paciencia.
Eso, este entierro. Un coche cargado con un muerto, como siempre. Pero detrás, a media cuadra, encogidos, derrengados, resueltos sin embargo a llegar al cementerio aunque éste quedara dos leguas más lejos, el muchacho y el chivo, un poco rezagada la bestia, conducida o apenas guiada por una gruesa cuerda, casi en tres patas, pero sin negarse a caminar. Nada más, nadie; el último temblor del polvo asentándose, el ardor manso de la luz en el camino.
—Déjeme a mí —dijo el más flaco de los hombres en camisa, desprendiéndose del portón y saliendo a la calle. Palmeó el hombro del guardián que rezongaba con la cabeza alzada hacia el pescante del fúnebre—. ¿Por qué no entra, Barrientos? Después tenemos cerveza en la cripta.
El coche se había detenido sin violencia, sin esfuerzo de las riendas, sin voluntad de la punta huesuda y cabizbaja, de manera tan absoluta, definitiva, que era difícil creer que aquello se había movido nunca. El sudor de los caballos revivía la negrura austera de manchas de betún sobrantes de anteriores entierros; un olor triste rodeó en seguida al coche y a los animales, ayudó a la quietud asombrosa a separarlos de la tarde y del mundo. La voz descendió lenta, hostil y exasperante como el canto de un pájaro de lata.
—Está contra las leyes y usted lo sabe —dijo Barrientos, al cochero—. Tengo tanta sed que ya no me Importa tomar cerveza o meada de caballo.
Barrientos tenía una cara vieja y blanda, con ojos pequeños y sin brillo bajo las cejas grises, salientes; con una gran boca delgada en arco introducida en la barbilla mal afeitada; con una emocionante máscara de rencor resignado.
—Qué le cuesta, Barrientos —insistió el tipo. No hay peligro, no hay ningún otro entierro para hoy. Calcule que el agujero está en el fondo, como a diez cuadras, y no acompañó nadie para cargar.
—Ya sé que no acompañó nadie o mejor sería que de veras no hubiera acompañado nadie.
Nada en el mundo podría hacerlo sonreír; se echaba hacia atrás, aumentando su altura en el pescante, su amenazada importancia, sudando como si lo hiciera por gusto, para expresar sin palabras su protesta, para aliviar su humillación. Estaba envuelto en una capa de invierno que sólo descubría las manos; el alto sombrero aceitoso ostentaba una cucarda emplumada, negra y violeta. Sacó de alguna parte un toscano y se puso a morderlo.
—Calcule, Barrientos —dijo el otro, ya sin fe—. Diez cuadras y haciendo gambetas y nadie que ayude con las manijitas. Entre el coche, aunque sea hasta la avenida.
Sin inclinarse, sin mover la cabeza, experto, Barrientos escupió la punta del toscano hacia la izquierda y encendió un fósforo.
—Que los ayude el chivo. El chivo y el otro. Yo no entro mi coche al cementerio, me está prohibido, y tampoco ayudo. Un muerto pobre es lo mismo que un muerto rico. No es por eso. —Sujetaba el toscano en la mitad de la medialuna de la boca y miraba, memorizando inconsolable, el humo azul que subía suavemente en la tarde sin viento—. Dos coches, veinte coches, para mí es lo mismo. Pero no cruzar toda la ciudad con el chivo
y el otro atrás y la chusma asomada en los ranchos para reírse. Es Indecente. Ni entro ni me bajo. Soy cochero. Que los ayude el chivo.
Rengo y con la baba en la barba, con una pata entablillada, el chivo había llegado a la puerta del cementerio; refregaba el hocico en los pastos cortos de la zanja, sin llegar a comer. El muchacho de los Malabia estaba con los brazos cruzados, sin soltar la cuerda, soportando los tirones; despeinado, sucio y lustroso, me miraba desafiante, muerto de cansancio, inseguro de golpe, conservando por inercia el espíritu de desafío que le había permitido caminar más de cuarenta minutos detrás del fúnebre, arreando al chivo anciano y gigantesco.
El enterrador y Barrientos continuaban discutiendo sin pasión. Jorge Malabia desprendió al chivo de la zanja y se me vino con un gesto rabioso y perdonador, con esa mirada que usan los adolescentes, en un conflicto, para enfrentar a un hombre, a un viejo.
—¿Por qué está acá? ——dijo sin preguntar—. Ahora ya no tengo necesidad de nadie. Si no quieren llevarla me la pongo al hombro o la arrastro o la dejo aquí. Ya no me importa. Lo necesario era acompañarla; no yo: que el cabrán la acompañara. ¿Entiende? Nadie puede entender.
—Pasaba —mentí placentero—. Venía de ver un enfermo y estuve visitando el cementerio porque me dio por pensar en la próxima mudanza.
—Porque tengo un certificado en regla. ¿O vino para hacerle la autopsia? —Quería burlarse o no quería escuchar el aburrido regateo del sepulturero y Barrientos a sus espaldas. Con un mechón casi rubio cruzándole la frente y pegado, con la gran nariz curva que sólo tendría sentido diez años después, con el cómico traje de última moda que se había traído de Buenos Aires.
—No habrá necesidad de dejar el cajón afuera —le dije, y me incliné para acariciar los cuernos del chivo—. Puedo ayudar.
Entonces el viejo, el guardián, contagiado de la historia de mortificación que segregaba Barrientos con indolencia desde la altura del pescante, se acercó y puso el palo sobre el hombro de Jorge.
—El chivo no entra —gritó—. ¿Me oye? El chivo no me entra al cementerio.
El muchacho no dejó de mirarme y me pareció que la pequeña sonrisa que fue haciendo era de alivio y esperanza.
—Deje de tocarme, viejo sucio —murmuró—. Guárdese la maderita.
Aparté al guardián y me ofrecí a cargar el ataúd. Barrientos se quedó fumando en el pescante, negro, sudoroso, agraviado. El viejo abría la marcha moviendo el garrote, volviéndose cada diez pasos para aconsejarnos. Eramos sólo cuatro personas y bastábamos, a pesar del calor y del terreno desparejo, del fantástico itinerario ondulante entre tumbas rasas y monumentos. Era, casi, corno llevar una caja vacía, de pradera sin barniz, con una cruz excavada en la tapa. El chivo había quedado en los portones, sujeto a la verja. Era como transportar en un sueño dichoso, en una tarde de principios de verano, entre ángeles, columnas truncas y abatidas mujeres —entre grabadas elegías, exaltaciones, promesas y fechas— el fantasma liviano de un muerto antiguo, entre planchas de madera nudosa por respeto y tenor.
Pusimos el cajón en el suelo, un hombre se dejó caer sin ruido dentro de la fosa fresca.
El muchacho me tocó un brazo.
—Se acabó —dijo—. Esto era todo, el resto no me interesa. Gracias, de todos modos.
Cuando llegamos a los portones desató al chivo y volvió a erguirse, todavía desafiante pero con un principio de apaciguamiento, joven, regresando a la cínica, enternecida seguridad de donde había sido desplazado.
—Podría haberla dejado aquí mismo y desinteresarme. El compromiso que me inventé era acompañarla hasta el cementerio con el cabrón. Creo que tiene una pata rota, hace unos días que apenas come. Me gustaría que usted pudiera hacer algo; pero no se preocupe, no vale la pena, y tal vez lo que corresponde es que nadie pueda hacer algo por él.
Sin mirarnos, desde su altura erguida sobre la negra inmovilidad del coche, sobre la desteñida quietud de los animales, Barrientos escupió y continuó fumando.
Contemplamos después en silencio la declinación del sol sobre la tierra y la verde colina sembrada a la derecha del cementerio. Estábamos cansados. Vi su complacida sonrisa, respiré el olor del chivo mezclándose con el lóbrego del coche y la yunta.
—¿Por qué no me hace preguntas? —dijo el muchacho—. Nadie me engaña. ¿Qué piensa hacer ahora?
Le di un cigarrillo y encendí otro,
—Podemos meter al animal en el asiento de atrás —contesté—. Podemos ir hasta mi casa y tratar de adivinar qué tiene en la pata y cuánto tiempo le queda para vivir. Es raro que me equivoque. No pienso hacer nada; nada que merezca ser preguntado en ese tono.
Pusimos al chivo en la parte trasera del coche —lo oí gemir y acomodarse, un ruido seco de bolas de billar, de nudillos contra una puerta— y empezamos a rodar hacia la ciudad. Oí después el jadeo del animal, incesante, isócrono, como un desperfecto del motor del auto. Tomé el camino que había hecho el cortejo fúnebre porque era el más largo.
En la curva de Gramajo fui aflojando suavemente el acelerador y hablé.
—¿Cuánto hace que se le rompió la pata?
Se rió. Tenía las piernas cruzadas, las manos sobre el vientre.
—Un día, o dos días, o tres o una semana —dijo con lentitud, mirando el paisaje —las cosas se me mezclan al final o están mezcladas ahora. Después que duerma veremos. El cabrón ya no tiene casa porque ella estaba viviendo de prestado en el rancho de una parienta, cuñada o tía. Una vieja inmunda, en todo caso. Pero no abuela, no llegaba a ser indispensable para que ella hubiera nacido. Así que lo llevaré a mi casa hasta que se muera y tendré que inventar una mentira estúpida porque son las únicas que creen. Pero usted, ¿por qué no pregunta? La pata del cabrón no le interesa. Pregunte por la mujer, por la muerta. Si era mi amante, si nos casamos en secreto, si era mi hermana emputecida.
Jugando al aplomo, a la madurez, sentado a mi izquierda en el automóvil, con los brazos cruzados sobre el vientre y las piernas, con su despeinada pelambre adolescente caída hacia los ojos, con su ridículo traje ciudadano. Yo manejaba con una mano y sostenía el cigarrillo con la otra; el chivo estertoraba a mis espaldas, inquieto y oloroso. No pensaba en la mujer; lo veía avanzar esforzándose por la calle del cementerio, separado de mí por el ataúd de peso absurdo; flaco, joven, noble, empecinado, jugando correctamente hasta el final del juego que se había impuesto, ardoroso y sin convicción verdadera. Boquiabierto por la sed y el cansancio, con su sorprendente saco oscuro, nuevo, entallado, cortísimo, de botones, con un pañuelo blanco amarillento asomado ordenadamente en el pecho, con un cuello duro y brillante, recién ensuciado, con una camisa que mostraba sus pálidas listas en el triángulo del chaleco de terciopelo.
—Oh —le dije—, sólo me interesa ser útil. Tal vez curar al chivo; ya no a la mujer, sea quien sea.
Asintió con la cabeza y volvió a reír: siempre lleno ele seguridad y pidiendo, sin ilusiones, comprensión. Llegamos a la calera y doblé a la derecha para subir hacia el centro.
—Espere, pare —dijo tocándome el brazo. Paré y encendí un cigarrillo; él no quiso otro—. ¿Puede matarlo? Al cabrón. Vamos a su casa y le da una inyección. Este va a ser otro entierro.
—No entiendo mucho de chivos. Pero puedo tratar de curarlo.
—Está bien, siga. Si toma por la costa puede dejarme en casa.
Cuando llegamos no quise ayudarlo a bajar al chivo. Vi por el espejo del parabrisas que el animal no quería caminar; la tablita en la pata, sujeta con tiras del bramante, parecía un vástago de arbusto. El muchacho estuvo inspeccionando el frente de la casa y después se acercó sonriendo al coche.
—Deme ahora un cigarrillo, por favor. Los gasté todos, en el velorio; casi, casi fue un velorio de dos, como el entierro. El cabrón no le ensució el coche. Su va a morir y tiene que ser así. Ya me veo haciendo un pozo en el jardín. Bueno, le doy las gracias por algunas cosas que usted ni sospecha.
Me acomodé en el asiento y puse las manos en el volante. A través del vidrio de la ventanilla subido a medias nos miramos fumando, los dos con el cigarrillo colgado de la boca.
—Báñase y duerma —le dije—. Si no se muere el chivo, estoy a sus órdenes para curarlo.
—Bueno —murmuró, haciendo temblar el cigarrillo—. Además tengo que darle las gracias por no tutearme.