PARA UNA TUMBA SIN NOMBRES

(JUAN CARLOS ONETTI)

FRAGMENTO


I



TODOS NOSOTROS, LOS notables, los que tenemos derecho a jugar al póker en el Club Progreso y a dibujar iniciales con entumecida vanidad al pie de las cuentas por copas o comidas en el Plaza. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María. Algunos fuimos, en su oportunidad, el mejor amigo de la familia; se nos ofreció el privilegio de ver la cosa desde un principio y, además, el privilegio de iniciarla.
Es mejor, más armonioso, que la cosa empiece de noche, después y antes del sol. Fuimos a lo de Miramonte o a lo de Grimm, “Cochería Suiza”. A veces, hablo de los veteranos, podíamos optar; otras, la elección se había decidido en rincones de la casa de duelo, por una razón, por diez o por ninguna. Yo, cuando puedo, elijo a Grimm para las familias viejas. Se sienten más cómodas con la brutalidad o indiferencia de Grimm, que insiste en hacer personalmente todo lo indispensable y lo que inventa por capricho. Prefieren al viejo por motivos raciales, esto puede verlo cualquiera; pero yo he visto además que agradecen su falta de hipocresía, el alivio que les proporciona enfrentando a la muerte como un negocio, considerando al cadáver como un simple bulto transportable.
Hemos ido, casi siempre en la madrugada, serios pero cómodos en la desgracia, con una premeditada voz varonil y no cautelosa, a golpear en la puerta eternamente iluminada de Miramonte o de Grimm. Miramonte, en cambio, confía todo, en apariencia, a los empleados y se dedica, vestido de negro, peinado de negro, con su triste bigote negro y el brillo discretamente equívoco de los ojos de mulato, a mezclarse entre los dolientes, a estrechar manos y difundir consuelos. Esto les gusta a los otros, a los que no tuvieron abuelos arando en la colonia; también los he visto. Golpeamos, golpeo bajo el letrero luminoso violeta y explico mi misión a uno de los dos, al gringo o al mulato; cualquiera de ellos la conocía cinco minutos después del último suspiro y aguardaba. Grimm bosteza, se pone los anteojos y abre un libro enorme.
—¿Qué es lo que quieren? pregunta. Lo digo, sabiéndolo o calculando.
—Qué desgracia, tan joven. Por fin descansa, tan viejo —dice Miramonte, a toda hora sin sueño y vestido como para un antiguo baile de medio pelo.
Sabemos también, todos nosotros, que los dos ofrecen o imponen sin lucha un fúnebre con dos cocheros, una carroza para las flores, remises, hachones, velas gruesas, cristos torturados. Sabemos que a las diez o a las cuatro desfilamos todos nosotros por la ciudad, “Arial Narrow”; por un costado de la plaza Brausen, por los fondos tapiados de la quinta de Guerrero, por el camino en pendiente, irregular, casi solamente usado para eso, que lleva al cementerio grande, común en un tiempo para la ciudad y la colonia. Golpeándonos después, a cada bache, contra las capotas de los coches y disimulándolo; no al trote, pero ya a buen paso, apreciando cada uno la impaciencia colectiva por desembarazarse, manteniendo vivas, a pulmón y con sonrisas, conversaciones, diluidas charlas que nos apartan del muerto oblongo. También sabemos de las misas de cuerpo presente, el murmullo acelerado e incomprensible, la llovizna gruesa de agua bendita. Comparamos —nosotros, los veteranos— las actuaciones del difunto padre Bergner con las de su sucesor, este italiano, Favieri, chico, negro, escuálido, con su indomable expresión provocativa, casi obscena.
Sabemos también de necrologías recitadas y las soportamos mirando la tierra, el sombrero contra el pubis.
Todo eso sabemos. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María, podemos describirlo a un forastero, contarlo epistolarmente a un pariente lejano. Pero esto no lo sabíamos; este entierro, esta manera de enterrar.
Empecé a saberlo, desaprensivo, irónico, sin sospechar que estaba enterándome, cuando el habilitado de Miramonte vino a sentarse en mi mesa en el Universal, un sábado poco antes del mediodía; pidió permiso y me habló del hígado de su suegra. Exageraba, mentía un poco, andaba buscando alarmas. No le hice el gusto. Tiene largos los bigotes y los puños de la camisa, mueve las manos frente a la boca como apartando moscas con languidez. Sugerí, por antipatía, la extracción de la vesícula, me dejé invitar y, a través de la ventana enjabonada, miré con entusiasmo el verano en la plaza, intuí una dicha más allá de las nubes secas en los vidrios. Después mencionó al chivo —fue ésa la primera noticia que tuve y podría no haberla oído— mientras yo fumaba y él no, porque es avaro y remero y supone un futuro para el cual cuidarse. Yo fumaba, repito, desviando la cara para hacerle entender que debía irse, mirando el torbellino blanco que habían dejado en el vidrio de la ventana el jabón y el estropajo, convenciéndome de que el verano estaba de vuelta. Fue entonces que dijo:
—...este chico de los Malabia, el menor.
—El único. El único que les queda —comenté de costado, maligno y cortés.
—Perdone, es la costumbre; eran dos. Una gran persona, Federico.
—Sí —dije, volviéndome para mirarle los ojos y causarle algún dolor—. Lo enterró Grimm. Un servicio perfecto. (Pero él, Caseros, el habilitado de Miramonte, confiaba en que más tarde en el mediodía yo iba a decir sarcoma hablando de su suegra. No quería irse; hizo bien, según supe después.)
—El señor Grimm es un decano en su profesión —elogió; mordió una aceituna, miró el carozo en el hueco de una mano.
Y aquel verano se me mostraba, atenuado por la confusión de la nube blancuzca en el vidrio de la ventana, encima de la plaza, en la plaza misma, en el río calmo a cuatro o cinco cuadras. Era el verano, hinchándose perezoso a treinta metros, cargado de aire lento, de nada, del olor de los jazmines que acarrearían de las quintas, de la ternura del perfume de una piel ajena calentándose en su sol.
—El verano —dije, más o menos directamente, a él o a la mesa.
—Vino el chico Malabia, como le decía, y me hablaba tragándose las palabras.
Entendí que era un duelo. Pero no tenía, que supiera, un solo familiar enfermo, aunque, claro, podía ser un ataque o accidente o en forma inesperada, y me pide, cuando nos entendemos, el sepelio más barato que le pueda conseguir. Lo veo nervioso y pálido, con las manos en los bolsillos, apoyado en el mostrador. Le hablo de esta mañana, en cuanto abrí, porque el señor Miramonte me confía las llaves y hay días que ni viene. Un sepelio. Le pregunto, extrañado y con miedo, si se trata de un familiar. Pero mueve la cabeza y dice que no, que es una mujer que murió en uno de los ranchos de la costa. Por discreción no quise preguntar mucho más. Le doy un precio y se queda callado, como pensando. Pero, me dije en seguida, si no paga él está el padre. El muchacho es, usted lo conoce, bastante orgulloso, serio. No como el otro, el mayor, Federico, de que hablábamos. Sin embargo, le dije que no se preocupara por el pago. Pero él que no, con las manos en los bolsillos, muerto de sueño sin querer mirarme, preguntando por el precio al contado del entierro más barato. Sacó un dinero del bolsillo y lo puso, contándolo, arriba del mostrador. Alcanzaba,
sin ganancia, para el ataúd y el fúnebre; nada más. Le dije que sí y me dio la dirección, en el rancherío de la costa, para hoy a las cuatro. Tenía un certificado de defunción, correcto, de ese médico nuevo que está en el policlínico.
—El hospital —dije.
—El doctor Ríos —insistió con entusiasmo—.
Así que a las cuatro le mando el coche. Por la edad podría ser casi la madre, le lleva como quince años. No entiendo. Si fuera una amiga de la familia, una conocida, una sirvienta, hubiera venido el padre; o él mismo, pero no a regatear, no a insistir en pagar al contado, no a enterrar a la mujer esa casi como un perro. Rita García creo, o González, soltera, un infarto, 35 años, los pulmones rotos. ¿Usted comprende?
No comprendía nada. No le hablé de cáncer sino de esperanzas, lo dejé pagar.
—¿Y en qué lado del rancherío?
—Cerca de la fábrica. Trató de explicarme. Claro que el cochero va y pregunta y enseguida le dicen. Conoce, además.
—¿En el cementerio grande?
—¿Dónde creía? ¿En la colonia? Fosa común dentro de un mes. Pero siempre se guardan las apariencias ——me tranquilizó. Y fue entonces que dijo—: Además hay un chivo. Tenía, criaba la mujer. Un chivo viejo. Lo averigüé después que el chico de Malabia vino a contratar.
Así que en seguida de la siesta me metí con el automóvil en el verano, con pocas ganas de estar triste. A las cuatro y cuarto estaba en los portones del cementerio, acuclillado en el fin de la pendiente del camino, fumando. El verano, las tramposas incitaciones de tantos veranos anteriores, las columnas de humos de cocina en la altura.
Serían las cuatro y media cuando vi o empecé a ver con desconfianza, casi con odio. El guardián había salido a la calle —los terrones grises, algunas vetas profundas de tierra casi húmeda—, saludó y quiso hablarme; dos hombres en mangas de camisa, con pañuelos pequeños apretados en el cuello para absorber el sudor de la parca inminente, esperaban aburridos, apoyados en el portón.
No llegaron desde arriba, desde el camino de los entierros que todos nosotros conocemos. Vinieron desde la izquierda y se presentaron por sorpresa, agigantándose con lentitud en la cinta soleada de tierra; los tres o los cuatro, después de haber hecho un extenso rodeo, negándose al itinerario de entierro que todos nosotros creíamos inevitable, suprimiendo la ciudad. Un camino muchísimo más largo, incómodo, enrevesado entre ranchos y quintas pobres, impedido por zanjas, gallinas y vacas adormecidas. Lo reconstruí después, en mi casa, mientras el muchacho hablaba tratando de convencerme de cosas que él sólo suponía o ignoraba.
El guardián del cementerio lleva un garrote inútil colgado de un brazo. Salió a la calle y miró a los lados. Yo fumaba sentado en una piedra; los dos tipos en camisa callaban recostados, las manos colgando, en la cintura, en los bolsillos de los pantalones. Era eso. Algún cactus, la pared del cementerio de piedra sobre piedra, un mugido reiterado en el fondo invisible de la tarde. Y el verano aún irresoluto en su sol blanco y tanteador, el zumbido, la insistencia de las moscas recién nacidas, el olor a nafta que me venía indolente desde el coche. El verano, el sudor como rocío y la pereza. El viejo tosió para mí y estuvo reconstruyendo palabras sucias. Entonces me levanté para descansar, vi el camino desnudo, miré hacia la izquierda y fui haciendo con lentitud la mueca de odio y desconfianza.
Bamboleando su cúpula brillosa y negra, el coche fúnebre trepaba la calle, despacio, arrastrado por una yanta sin teñir. Vi la cruz retinta, la galera del cochero y su pequeña
cabeza ladeada, los caballos enanos, reacios, de color escandaloso, casi mulas tirando de un arado. Luego, sodificada por el sol, trepando flojamente, parda y dorada, la nube de polvo. Y en seguida después de su muerte, inmediatamente después que la luz sin prisas volvió a ocupar la zona de tierra removida, los vi a ellos, medí su enfermiza aproximación, vi las dos nubecillas que se alzaban, renovándose, para ponerles fondo, independientes, sin unirse. Entretanto, se me iba acercando la cara del cochero reclinado en el alto asiento del fúnebre, su expresión de vejada paciencia.
Eso, este entierro. Un coche cargado con un muerto, como siempre. Pero detrás, a media cuadra, encogidos, derrengados, resueltos sin embargo a llegar al cementerio aunque éste quedara dos leguas más lejos, el muchacho y el chivo, un poco rezagada la bestia, conducida o apenas guiada por una gruesa cuerda, casi en tres patas, pero sin negarse a caminar. Nada más, nadie; el último temblor del polvo asentándose, el ardor manso de la luz en el camino.
—Déjeme a mí —dijo el más flaco de los hombres en camisa, desprendiéndose del portón y saliendo a la calle. Palmeó el hombro del guardián que rezongaba con la cabeza alzada hacia el pescante del fúnebre—. ¿Por qué no entra, Barrientos? Después tenemos cerveza en la cripta.
El coche se había detenido sin violencia, sin esfuerzo de las riendas, sin voluntad de la punta huesuda y cabizbaja, de manera tan absoluta, definitiva, que era difícil creer que aquello se había movido nunca. El sudor de los caballos revivía la negrura austera de manchas de betún sobrantes de anteriores entierros; un olor triste rodeó en seguida al coche y a los animales, ayudó a la quietud asombrosa a separarlos de la tarde y del mundo. La voz descendió lenta, hostil y exasperante como el canto de un pájaro de lata.
—Está contra las leyes y usted lo sabe —dijo Barrientos, al cochero—. Tengo tanta sed que ya no me Importa tomar cerveza o meada de caballo.
Barrientos tenía una cara vieja y blanda, con ojos pequeños y sin brillo bajo las cejas grises, salientes; con una gran boca delgada en arco introducida en la barbilla mal afeitada; con una emocionante máscara de rencor resignado.
—Qué le cuesta, Barrientos —insistió el tipo. No hay peligro, no hay ningún otro entierro para hoy. Calcule que el agujero está en el fondo, como a diez cuadras, y no acompañó nadie para cargar.
—Ya sé que no acompañó nadie o mejor sería que de veras no hubiera acompañado nadie.
Nada en el mundo podría hacerlo sonreír; se echaba hacia atrás, aumentando su altura en el pescante, su amenazada importancia, sudando como si lo hiciera por gusto, para expresar sin palabras su protesta, para aliviar su humillación. Estaba envuelto en una capa de invierno que sólo descubría las manos; el alto sombrero aceitoso ostentaba una cucarda emplumada, negra y violeta. Sacó de alguna parte un toscano y se puso a morderlo.
—Calcule, Barrientos —dijo el otro, ya sin fe—. Diez cuadras y haciendo gambetas y nadie que ayude con las manijitas. Entre el coche, aunque sea hasta la avenida.
Sin inclinarse, sin mover la cabeza, experto, Barrientos escupió la punta del toscano hacia la izquierda y encendió un fósforo.
—Que los ayude el chivo. El chivo y el otro. Yo no entro mi coche al cementerio, me está prohibido, y tampoco ayudo. Un muerto pobre es lo mismo que un muerto rico. No es por eso. —Sujetaba el toscano en la mitad de la medialuna de la boca y miraba, memorizando inconsolable, el humo azul que subía suavemente en la tarde sin viento—. Dos coches, veinte coches, para mí es lo mismo. Pero no cruzar toda la ciudad con el chivo
y el otro atrás y la chusma asomada en los ranchos para reírse. Es Indecente. Ni entro ni me bajo. Soy cochero. Que los ayude el chivo.
Rengo y con la baba en la barba, con una pata entablillada, el chivo había llegado a la puerta del cementerio; refregaba el hocico en los pastos cortos de la zanja, sin llegar a comer. El muchacho de los Malabia estaba con los brazos cruzados, sin soltar la cuerda, soportando los tirones; despeinado, sucio y lustroso, me miraba desafiante, muerto de cansancio, inseguro de golpe, conservando por inercia el espíritu de desafío que le había permitido caminar más de cuarenta minutos detrás del fúnebre, arreando al chivo anciano y gigantesco.
El enterrador y Barrientos continuaban discutiendo sin pasión. Jorge Malabia desprendió al chivo de la zanja y se me vino con un gesto rabioso y perdonador, con esa mirada que usan los adolescentes, en un conflicto, para enfrentar a un hombre, a un viejo.
—¿Por qué está acá? ——dijo sin preguntar—. Ahora ya no tengo necesidad de nadie. Si no quieren llevarla me la pongo al hombro o la arrastro o la dejo aquí. Ya no me importa. Lo necesario era acompañarla; no yo: que el cabrán la acompañara. ¿Entiende? Nadie puede entender.
—Pasaba —mentí placentero—. Venía de ver un enfermo y estuve visitando el cementerio porque me dio por pensar en la próxima mudanza.
—Porque tengo un certificado en regla. ¿O vino para hacerle la autopsia? —Quería burlarse o no quería escuchar el aburrido regateo del sepulturero y Barrientos a sus espaldas. Con un mechón casi rubio cruzándole la frente y pegado, con la gran nariz curva que sólo tendría sentido diez años después, con el cómico traje de última moda que se había traído de Buenos Aires.
—No habrá necesidad de dejar el cajón afuera —le dije, y me incliné para acariciar los cuernos del chivo—. Puedo ayudar.
Entonces el viejo, el guardián, contagiado de la historia de mortificación que segregaba Barrientos con indolencia desde la altura del pescante, se acercó y puso el palo sobre el hombro de Jorge.
—El chivo no entra —gritó—. ¿Me oye? El chivo no me entra al cementerio.
El muchacho no dejó de mirarme y me pareció que la pequeña sonrisa que fue haciendo era de alivio y esperanza.
—Deje de tocarme, viejo sucio —murmuró—. Guárdese la maderita.
Aparté al guardián y me ofrecí a cargar el ataúd. Barrientos se quedó fumando en el pescante, negro, sudoroso, agraviado. El viejo abría la marcha moviendo el garrote, volviéndose cada diez pasos para aconsejarnos. Eramos sólo cuatro personas y bastábamos, a pesar del calor y del terreno desparejo, del fantástico itinerario ondulante entre tumbas rasas y monumentos. Era, casi, corno llevar una caja vacía, de pradera sin barniz, con una cruz excavada en la tapa. El chivo había quedado en los portones, sujeto a la verja. Era como transportar en un sueño dichoso, en una tarde de principios de verano, entre ángeles, columnas truncas y abatidas mujeres —entre grabadas elegías, exaltaciones, promesas y fechas— el fantasma liviano de un muerto antiguo, entre planchas de madera nudosa por respeto y tenor.
Pusimos el cajón en el suelo, un hombre se dejó caer sin ruido dentro de la fosa fresca.
El muchacho me tocó un brazo.
—Se acabó —dijo—. Esto era todo, el resto no me interesa. Gracias, de todos modos.
Cuando llegamos a los portones desató al chivo y volvió a erguirse, todavía desafiante pero con un principio de apaciguamiento, joven, regresando a la cínica, enternecida seguridad de donde había sido desplazado.
—Podría haberla dejado aquí mismo y desinteresarme. El compromiso que me inventé era acompañarla hasta el cementerio con el cabrón. Creo que tiene una pata rota, hace unos días que apenas come. Me gustaría que usted pudiera hacer algo; pero no se preocupe, no vale la pena, y tal vez lo que corresponde es que nadie pueda hacer algo por él.
Sin mirarnos, desde su altura erguida sobre la negra inmovilidad del coche, sobre la desteñida quietud de los animales, Barrientos escupió y continuó fumando.
Contemplamos después en silencio la declinación del sol sobre la tierra y la verde colina sembrada a la derecha del cementerio. Estábamos cansados. Vi su complacida sonrisa, respiré el olor del chivo mezclándose con el lóbrego del coche y la yunta.
—¿Por qué no me hace preguntas? —dijo el muchacho—. Nadie me engaña. ¿Qué piensa hacer ahora?
Le di un cigarrillo y encendí otro,
—Podemos meter al animal en el asiento de atrás —contesté—. Podemos ir hasta mi casa y tratar de adivinar qué tiene en la pata y cuánto tiempo le queda para vivir. Es raro que me equivoque. No pienso hacer nada; nada que merezca ser preguntado en ese tono.
Pusimos al chivo en la parte trasera del coche —lo oí gemir y acomodarse, un ruido seco de bolas de billar, de nudillos contra una puerta— y empezamos a rodar hacia la ciudad. Oí después el jadeo del animal, incesante, isócrono, como un desperfecto del motor del auto. Tomé el camino que había hecho el cortejo fúnebre porque era el más largo.
En la curva de Gramajo fui aflojando suavemente el acelerador y hablé.
—¿Cuánto hace que se le rompió la pata?
Se rió. Tenía las piernas cruzadas, las manos sobre el vientre.
—Un día, o dos días, o tres o una semana —dijo con lentitud, mirando el paisaje —las cosas se me mezclan al final o están mezcladas ahora. Después que duerma veremos. El cabrón ya no tiene casa porque ella estaba viviendo de prestado en el rancho de una parienta, cuñada o tía. Una vieja inmunda, en todo caso. Pero no abuela, no llegaba a ser indispensable para que ella hubiera nacido. Así que lo llevaré a mi casa hasta que se muera y tendré que inventar una mentira estúpida porque son las únicas que creen. Pero usted, ¿por qué no pregunta? La pata del cabrón no le interesa. Pregunte por la mujer, por la muerta. Si era mi amante, si nos casamos en secreto, si era mi hermana emputecida.
Jugando al aplomo, a la madurez, sentado a mi izquierda en el automóvil, con los brazos cruzados sobre el vientre y las piernas, con su despeinada pelambre adolescente caída hacia los ojos, con su ridículo traje ciudadano. Yo manejaba con una mano y sostenía el cigarrillo con la otra; el chivo estertoraba a mis espaldas, inquieto y oloroso. No pensaba en la mujer; lo veía avanzar esforzándose por la calle del cementerio, separado de mí por el ataúd de peso absurdo; flaco, joven, noble, empecinado, jugando correctamente hasta el final del juego que se había impuesto, ardoroso y sin convicción verdadera. Boquiabierto por la sed y el cansancio, con su sorprendente saco oscuro, nuevo, entallado, cortísimo, de botones, con un pañuelo blanco amarillento asomado ordenadamente en el pecho, con un cuello duro y brillante, recién ensuciado, con una camisa que mostraba sus pálidas listas en el triángulo del chaleco de terciopelo.
—Oh —le dije—, sólo me interesa ser útil. Tal vez curar al chivo; ya no a la mujer, sea quien sea.
Asintió con la cabeza y volvió a reír: siempre lleno ele seguridad y pidiendo, sin ilusiones, comprensión. Llegamos a la calera y doblé a la derecha para subir hacia el centro.
—Espere, pare —dijo tocándome el brazo. Paré y encendí un cigarrillo; él no quiso otro—. ¿Puede matarlo? Al cabrón. Vamos a su casa y le da una inyección. Este va a ser otro entierro.
—No entiendo mucho de chivos. Pero puedo tratar de curarlo.
—Está bien, siga. Si toma por la costa puede dejarme en casa.
Cuando llegamos no quise ayudarlo a bajar al chivo. Vi por el espejo del parabrisas que el animal no quería caminar; la tablita en la pata, sujeta con tiras del bramante, parecía un vástago de arbusto. El muchacho estuvo inspeccionando el frente de la casa y después se acercó sonriendo al coche.
—Deme ahora un cigarrillo, por favor. Los gasté todos, en el velorio; casi, casi fue un velorio de dos, como el entierro. El cabrón no le ensució el coche. Su va a morir y tiene que ser así. Ya me veo haciendo un pozo en el jardín. Bueno, le doy las gracias por algunas cosas que usted ni sospecha.
Me acomodé en el asiento y puse las manos en el volante. A través del vidrio de la ventanilla subido a medias nos miramos fumando, los dos con el cigarrillo colgado de la boca.
—Báñase y duerma —le dije—. Si no se muere el chivo, estoy a sus órdenes para curarlo.
—Bueno —murmuró, haciendo temblar el cigarrillo—. Además tengo que darle las gracias por no tutearme.


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