A SANGRE FRÍA

(TRUMAN CAPOTE)

FRAGMENTO

Lunes, 11 de enero. Tengo un abogado. El señor Fleming. Un viejo de corbata roja.

El tribunal, informado de que los acusados no tenían fondos para costearse asistencia legal, representado por el juez Roland H. Tate, nombró como representantes suyos dos abogados del lugar, Arthur Fleming y Harrison Smith.

Fleming, setenta y un años, antiguo alcalde de Garden City, hombre pequeño que anima su aspecto nada sensacional con vistosas corbatas, se resistía a aceptar el nombramiento.

—No deseo encargarme del caso —le dijo al juez—. Pero si el tribunal juzga conveniente designarme, entonces, naturalmente, no tengo otra alternativa.

El abogado de Hickock, Harrison Smith, de cuarenta y cinco años y metro ochenta de altura, jugador de golf, elk[1] de alto nivel, aceptó la tarea con talante resignado.

—Alguien tiene que hacerlo. Y yo lo haré lo mejor que pueda. Aunque dudo que eso aumente mi popularidad por estos contornos.

Viernes, 15 de enero. La señora Meier tenía la radio encendida en la cocina y oí que el fiscal del distrito pedirá pena de muerte. «A los ricos no los ahorcan nunca. Sólo a los pobres y sin amigos».

En su declaración a la prensa, el fiscal del distrito, Duane West, joven ambicioso de veintiocho años que por su gran porte, aparenta cuarenta y hasta a veces cincuenta, dijo:

—Si el caso pasa ante jurado, yo pediré a los jurados que los declaren culpables, que los declaren reos de muerte. Si los defensores renuncian a un proceso ante jurado y presentan al juez declaración de culpabilidad, pediré al juez que dicte pena de muerte. Ya sabía que tendría que tomar una decisión al respecto y no he llegado a semejante decisión con ligereza. Creo que dada la violencia del crimen y la absoluta falta de misericordia demostrada por los asesinos el único modo de conseguir que el público se sienta totalmente protegido es decretar pena de muerte contra esos acusados. Y ello es cierto especialmente en Kansas, donde no existe cadena perpetua sin posibilidad de conseguir la libertad bajo palabra. En la práctica, los sentenciados a cadena perpetua no permanecen en la cárcel más de quince años.

Miércoles, 20 de enero. Me han pedido que me someta al detector de mentiras por lo del caso Walker.

Casos como el de los Clutter, crímenes de semejante magnitud, despiertan el interés de los hombres de leyes en todas partes, en especial los que tienen a su cargo la investigación de crímenes similares todavía sin resolver, porque siempre es posible que al solucionarse un misterio pueda a la vez resolverse otro. Entre los muchos funcionarios que se interesaban por los acontecimientos de Garden City figuraba el sheriff de Sarasota County, Florida, distrito al que pertenece Osprey, un pueblo pesquero cercano a Tampa y escenario, sólo un mes después de la tragedia Clutter, del cuádruple asesinato en un aislado rancho, que Smith había leído en un diario de Miami el día de Navidad. Las víctimas eran también los cuatro miembros de la familia: un joven matrimonio, Clifford Walker y señora, y sus dos hijos, niño y niña todos ellos muertos de un escopetazo en la cabeza. Como los asesinos de los Clutter habían pasado la noche del 19 de diciembre, fecha de los asesinatos, en un hotel de Tallahassee, el sheriff de Osprey, que no tenía pista alguna que seguir, muy comprensiblemente se hallaba ansioso de interrogar a los dos hombres y someterlos a un examen con polígrafo. Hickock consintió en someterse a la prueba y lo mismo hizo Smith quien dijo a las autoridades de Kansas:

—Lo comenté cuando ocurrió, diciéndole a Dick: «Apuesto a que quien lo hizo es alguien que se había enterado de lo de Kansas. Un maniático.”

Los resultados de la prueba, con gran desilusión del sheriff de Osprey y de Al Dewey, que no cree en excepcionales coincidencias, fueron concluyentemente negativos. El asesino de la familia Walker está aun por descubrir.

Domingo, 31 de enero. El padre de Dick vino a verlo. Le dije ¡hola! cuando pasaba (por delante de la celda), pero ha seguido andando. Puede que no me haya oído. Supe por la señora M (Meier) que la señora H (Hickock) no vino porque no se sentía con fuerzas. Nevando endiabladamente. Anoche soñé que estaba en Alaska con papá y ¡me desperté en un charco de orina helada!

El señor Hickock pasó tres horas con su hijo. Luego se dirigió, andando bajo la nieve, a la estación de Garden City: un viejo gastado, encorvado y enflaquecido por el cáncer que lo mataría unos meses después. En la estación, mientras esperaba el tren que iba a llevarle a casa, le dijo a un periodista:

—He visto a Dick. Hemos tenido una conversación muy larga. Puedo garantizarle a usted que no es como la gente dice. O como escriben en los diarios. Esos chicos no entraron en la casa con intenciones violentas. Mi chico, no. El puede tener sus cosas malas pero nunca llegaría a eso. Smitty fue. Dick me ha dicho que ni siquiera se enteró cuando Smitty atacó a aquel hombre (Clutter), y le abrió la garganta. Dick ni siquiera estaba en la misma habitación. Entró corriendo cuando oyó la lucha. Dick llevaba su escopeta y según él lo cuenta: «Smitty cogió mi escopeta y le disparó en mitad de la cabeza.» Y agregó: «Papá, tendría que haberle quitado la escopeta y haberlo matado antes de que asesinara al resto de la familia. Si lo hubiera hecho, ahora no me encontraría en esta situación.» A mí también me lo parece. Ahora, tal como están las cosas, tal como lo ve la gente, no tiene ninguna probabilidad. Los colgarán a los dos. Y —añadió, con la fatiga y la derrota asomando a sus ojos— ver colgar a un hijo, saber que lo van a ahorcar, es lo peor que le puede pasar a un hombre.

Ni el padre ni la hermana de Perry le escribieron o fueron a visitarle. Se suponía que Tex John Smith estaba buscando oro en alguna parte de Alaska, si bien la policía, a pesar de sus grandes esfuerzos, no había podido localizarlo. La hermana había dicho a los investigadores que temía a su hermano y les pidió por favor que no le comunicaran su domicilio actual. (Cuando informaron de ello a Smith sonrió un poco y dijo: «Ojalá hubiese estado en esa casa aquella noche. ¡Qué linda escena!»)

Aparte de la ardilla, aparte de los Meier y las poco frecuentes consultas con su abogado Fleming, Perry estaba muy solo. Echaba de menos a Dick. Pienso mucho en Dick, escribió un día en su improvisado diario. Desde su arresto no se les había permitido comunicarse y eso era, aparte de su libertad, lo que más ansiaba: hablar con Dick, volver a estar con él. Dick ya no era el «duro como la roca» que en un tiempo creyó: «pragmático», «viril», «un auténtico hombre de acero»; había demostrado ser «bastante débil y superficial», «un cobarde». Aun así, de todas las personas del mundo, era con él con quien más identificado se sentía en aquel momento, porque, por lo menos, eran de la misma especie, hermanos en la raza de Caín. Separado de él, Perry se sentía «completamente solo. Como un individuo cubierto de llagas. Alguien con quien sólo un loco querría tener algo que ver».

Pero una mañana a mediados de febrero, Perry recibió una carta. El matasellos era de Reading, Massachusetts, y decía:

Querido Perry: Me dolió mucho enterarme de la situación en que te encuentras y decidí escribirte, decirte que me acuerdo de ti y que me gustaría ayudarte del modo que me fuera posible. Por si no recuerdas mi nombre, Don Cullivan, te mando una foto tomada en el tiempo en que tú y yo nos conocimos. Cuando hace poco leí en el periódico sobre ti, me sorprendí y empecé a pensar en aquellos tiempos cuando yo te trataba. A pesar de que no fuimos amigos íntimos, me acuerdo mucho más de ti que de la mayoría de los tipos que conocí en el ejército. Debió de ser en otoño de 1951 cuando te destacaron a la 761ª Compañía de Ingenieros de Equipo Ligero en Fort Lewis, Washington. Eras bajo (yo no soy mucho mas alto), robusto, moreno, con un abundante y espeso pelo negro y casi siempre una sonrisa en la boca. Como habías vivido en Alaska, muchos te llamaban «Esquimal». Una de las primeras veces que me fijé en ti fue durante una inspección de la compañía en la que nos abrieron todos los armarios. Todos los armarios estaban en orden, incluso el tuyo, sólo que tenía la tapa llena de fotografías de chicas. Todos pensamos que te la ibas a cargar. Pero el oficial de inspección se lo tomó bien y cuando todo acabó recuerdo que todos pensamos que eras un tío de narices. Recuerdo que jugabas bastante bien al billar y te puedo ver aún en la sala de recreo de la compañía; jugando. Eras uno de los mejores conductores de camión del cuerpo. ¿Te acuerdas de los ejercicios que nos hacían hacer? En un viaje en pleno invierno recuerdo que a cada uno le asignaron un camión mientras durara el ejercicio de entrenamiento. En nuestro cuerpo, los camiones no tenían calefacción y nos moríamos de frío. Me acuerdo que hiciste un agujero en el suelo de tu camión para que pudiera entrar el calor del motor. La razón de que lo recuerde tan bien es la impresión que me produjo, por eso de que la «mutilación» de la propiedad del ejército es un crimen por el que te pueden castigar muy severamente. Claro que yo era aún muy novato en el ejército y probablemente tenía miedo de infringir las reglas en lo más mínimo, pero recuerdo cómo te reías (y estabas calentito) mientras yo me preocupaba (y me estaba helando). Recuerdo que te compraste una moto y no muy bien de lo que te pasó con ella. ¿Te persiguió la policía? ¿Un accidente? Fuera lo que fuese, fue la primera vez que me di cuenta de que tenías algo raro. Puede que me equivoque en alguno de mis recuerdos pues de eso hace ocho años y yo sólo te traté durante ocho meses. Por lo que recuerdo me llevaba muy bien contigo y me gustaba tu modo de ser. Siempre estabas alegre y fanfarroneando, hacías muy bien tu trabajo y no recuerdo que te quejaras de nada. Desde luego parecías un poco salvaje pero nunca supe mucho de eso. Pero ahora estas en un apuro de verdad. Trato de imaginar cómo estarás ahora. En qué piensas. Cuando lo leí por primera vez quedé aturdido. De veras que sí. Pero luego dejé el periódico y me puse a pensar en otra cosa. Pero volvía a pensar en ti. No lo podía olvidar. Soy, o intento ser, bastante religioso (católico). No siempre lo fui. Me limitaba a ir tirando sin pensar demasiado en la única cosa importante que existe. Nunca había pensado seriamente en la muerte ni en la posibilidad de otra vida. Estaba demasiado lleno de vida: coche, universidad, chicas, etc. Pero mi hermano pequeño murió de leucemia, tenia sólo diecisiete años. El sabía que se moría y luego me he preguntado muchas veces qué pensaría. Y ahora pienso en ti y me gustaría saber qué piensas. No sabía qué decirle a mi hermano en las últimas semanas, antes de que muriera. Pero sí sé qué le diría ahora. Y por eso te escribo: porque Dios te hizo a ti igual que a mí y El te ama a ti tanto como a mí y por lo poco que sabemos de la voluntad de Dios lo que te ha ocurrido a ti podía muy bien haberme ocurrido a mí. Tu amigo, Don Cullivan.

El nombre no le decía nada, pero Perry reconoció inmediatamente la cara de la fotografía, un soldado joven con el pelo al cepillo y ojos redondos muy serios. Leyó la carta muchas veces y, a pesar de que las alusiones religiosas le parecieron muy poco persuasivas («He intentado creer, pero no creo, no puedo y fingir no sirve de nada»), la carta lo conmovió. Había alguien que le ofrecía ayuda, un hombre cuerdo y respetable que le había tratado en otro tiempo y que le había tenido simpatía, un hombre que firmaba tu amigo. Lleno de agradecimiento, a toda prisa, comenzó su carta:

«Querido Don: Caramba, claro que me acuerdo de Don Cullivan... »

La celda de Hickock no tenía ventana. Daba a un espacioso corredor y a las otras celdas. Pero no estaba aislado, tenía gente con quien hablar, una variedad de borrachos, falsificadores, hombres que habían pegado a sus mujeres, vagabundos mexicanos, y Dick, con su desenvoltura parlanchina de «confidente», sus anécdotas sexuales, sus chistes verdes, era popular entre los reclusos (aunque había uno que no quería saber nada de él, un viejo que le silbaba: «Asesino. ¡Asesino!» Y que una vez le había arrojado un cubo de sucia agua de fregar).

Exteriormente, Hickock parecía a todos un joven singularmente despreocupado. Cuando no alternaba o dormía, estaba tumbado en su litera fumando o mascando chicle o leyendo revistas de deportes o novelas policíacas. A menudo se limitaba a pasarse horas silbando sus melodías preferidas (you must have been a beautiful baby, Shuffle off to Buffalo) con la vista fija en la desnuda bombilla que colgaba del techo de la celda y estaba encendida noche y día. Odiaba la monótona vigilancia de aquella luz; perturbaba su sueño y, más concretamente, ponía en peligro el éxito de un íntimo proyecto: fugarse. Porque el prisionero no se sentía tan despreocupado como aparentaba ni tan resignado; intentaría todo lo posible para evitar «balancearse en el Gran Columpio». Convencido de que esa ceremonia sería el resultado de cualquier proceso, y más si el proceso tenía lugar en Kansas, había decidido «tomárselas. Coger el primer coche y poner pies en polvorosa». Pero antes necesitaba un arma y hacía semanas que se dedicaba a la confección de una: algo muy parecido a un punzón para romper el hielo y que se metería con suavidad mortal entre los omoplatos del vicesheriff Meier. Los componentes del arma, un pedazo de madera y un alambre duro, formaban parte originariamente de un cepillo de retrete, del que él se había apropiado, desmontándolo y escondiéndolo debajo de su colchoneta. Tarde, de noche, cuando los únicos ruidos eran ronquidos, tos y los lúgubres quejidos del ferrocarril de Santa Fe que retumbaban en la ciudad a oscuras, afilaba el alambre contra el suelo de cemento de la celda, y mientras trabajaba trazaba sus planes.

El primer invierno después de terminar el bachillerato. Hickock había recorrido Kansas y Colorado haciendo auto-stop.

—Era cuando iba buscando empleo. Bueno, pues una vez en un camión el conductor y yo empezamos a discutir por nada en especial, pero la emprendió a porrazos conmigo. Me plantó en la carretera. Allá en lo más alto de las Rocallosas. Caía aguanieve, y anduve muchos kilómetros con la nariz sangrado como quince puercos. Entonces llegué a un grupo de cabañas en una vertiente boscosa. Cabañas de verano, todas cerradas y vacías en aquella época. Y me metí en una. Había leña y latas de conserva y hasta algo de whisky. Me quedé allí una semana y fue una de las veces que mejor lo pasé en toda mi vida. A pesar de que me dolía la nariz y tenía los ojos verdes y amarillos. Y cuando terminó de nevar, salió el sol. Nunca he visto cielo igual. Como en México. Si en México hubiera clima frío. Registré las demás cabañas y encontré jamón, una radio y un rifle. Fue estupendo. Todo el día por allá con el rifle. Dándome el sol en la cara. ¡Chico, qué bien lo pasé! Me sentía como Tarzán. Por las noches, envuelto en una manta junto al fuego, me hartaba de alubias con jamón frito, y me dormía oyendo música en la radio. Nadie se acercó por allí. Apuesto a que hubiera podido quedarme hasta la primavera.

Si la fuga tenía éxito, eso es lo que Dick pensaba hacer: dirigirse a las montañas de Colorado y buscar una cabaña donde esconderse hasta la primavera (solo, claro; el futuro de Perry le tenía sin cuidado). La perspectiva de un intermedio tan idílico aumentaba el inspirado fervor con que afilaba su alambre, limándolo hasta conseguir la flexibilidad y finura de un estilete.



[1] Miembro de la asociación americana fundada en 1868 que tiene por objetivo principal promover un sentimiento de hermandad y civismo. (N. del T.)



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